domingo, 22 de febrero de 2015

el artista



No suelo usar este espacio para hablar de cine y, en cierto modo, tampoco lo voy a hacer ahora, a pesar de que sean algunas películas las que motiven esta entrada. (Acabo de revisar rápidamente el historial del blog y veo que lo que acabo de escribir es mentira: hablé de cine varias veces. Podría defenderme diciendo que, a pesar de todo, es poco lo que se habla de cine en comparación con lo que se habla de música y/o literatura. Podría incluso borrar lo que escribí unas líneas más arriba y empezar de nuevo. O no borrarlo, pero empezar de nuevo, de todos modos. Así, por ejemplo:)

Una vez más uso este espacio para hablar de cine, aunque en rigor no sea estrictamente el cine lo que motiva esta entrada, sino la música en el cine. Y no sólo la música compuesta y/o seleccionada para funcionar como banda de sonido de una película, sino la presencia de la música (o los músicos) como tema, como objeto, como eje alrededor del cual se articula una película, o algunas de sus escenas o personajes.

Me saco de encima rápidamente el aspecto coyuntural de la cosa: en unas horas se entregan los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas norteamericana. Alguna vez seguí esas veladas interminables con fruición, compitiendo con amigos en adolescentes apuestas clandestinas, después me desentendí completamente de todo el asunto, hasta llegar ahora a un comportamiento que a falta de una palabra mejor sólo puedo llamar "adulto", y que consiste en un módico (des)interés, confundiendo algún que otro nombre y secretamente deseando que mi limitado gusto personal coincida con el de un grupo de magnates desconocidos. Así será, supongo, de aquí en adelante, en los años por venir.

Aunque este año la cosa es un poco distinta, porque –no debería ser necesario aclararlo en un blog personal, pero parece que por estos días no se puede dar nada por sentado: lo que sigue son apenas impresiones personales y no una bajada de línea de ningún tipo– algunas de las películas que más disfruté no sólo en el último año, sino en los últimos diez (exagerando un poco, como siempre), son algunas de las que están ahora mismo en encarnizada competencia. Así, me resulta odioso que la fiebre de los premios me obligue a decidir qué experiencia disfruté más, cuando nada me impide decir que salí de ver Boyhood, Whiplash, Birdman y The Grand Budapest Hotel mucho más feliz de lo que era cuando entré (podría incluir también a Ida y a Relatos Salvajes, aunque compitan en otra categoría y hablen de otras cosas), y nada debería a compelirme a asignar un número a cada una de ellas para medir supuestos niveles de placer. Aquí sí la cínica frase de Don Giovanni se vuelve verdadera, y elegir una implica que chi a una sola è fedele / verso l'altre è crudele.

Dicho esto, paso a lo que me interesa de todo este asunto. Que, como dije, es la música. La música de esas películas y la música en esas películas, que es lo que, subterráneamente, y más allá de los méritos cinematográficos de cada nominada –méritos que, al fin de cuentas, no estoy capacitado para evaluar técnicamente–, desataron algunas controversias en charlas de amigos, redes sociales y reseñas cruzadas. Para mí, la cosa empezó con Whiplash (simplemente porque fue la primera que vi de las cuatro que me interesan), sobre la que comenté algo aquí. La discusión que parecía desatar el film de Damien Chazelle era la consabida leyenda de que la entrega de un artista a su arte debe ser total y completa, llegando incluso al sacrificio (en Whiplash el derramamiento de sangre es literal). Ese mismo sacrificio, ese mismo nivel de obsesión lindante con la locura, es también uno de los ejes de Birdman, que no casualmente tiene como banda de sonido casi excluyente una única batería que, en mi imaginación, tenía al joven Miles Teller/Andrew Neiman batiendo los parches.

Así, Birdman y Whiplash recibieron, en diversas dosis, un mismo tipo de crítica: la de haber caído en el estereotipo de que el único genio verdaderamente admisible en el arte es el que se sacrifica hasta la locura o la muerte. Personalmente, creo que el único modo de sostener esa crítica es poner el acento exclusivamente en el último fotograma de cada una de esas películas (no digo más en caso de que algún desprevenido no las haya visto). Porque no me queda claro que Birdman o Whiplash consagren unilateralmente ese estereotipo; en todo caso, sus protagonistas creen en él, lo cual no alcanza para decir que la película nos impone esa misma visión a los espectadores. Dicho de otro modo: las películas no parecen decir que los verdaderos artistas son los genios torturados hasta la locura, sino que nos muestra a artistas que no dudan en cruzar ese umbral en nombre de lo que ellos consideran verdadero arte. Y no parece un procedimiento adecuado –estéticamente, al menos– juzgar una obra a través del juicio a sus personajes.

En los casos concretos: creer que Birdman dice que hay que ser inmolarse ante el altar del arte es ignorar que a lo largo de toda la película se juega deliberadamente con duplicaciones. El par Riggan/Birdman, desde ya, pero también el par Riggan/Shiner (la misma profesión pero diversa mirada) e incluso el par Riggan/Sam (la misma mirada, pero distinta profesión). O, en Whiplash, el par de figuras paternas, diametralmente opuestas, de Fletcher y Mr. Neiman. Estoy siendo deliberadamente vago para evitar spoilers, pero digamos que si esas películas reciben esas críticas parece ser simplemente porque, en las escenas finales, insinúan inclinarse hacia la redención de ese héroe convertido en mártir por la causa del arte.

Pero, en todo caso, se trata de finales que no renuncian a una gran cuota de ambigüedad. Es decir: no hace falta compartir el punto de vista de esos héroes torturados para disfrutar de las películas. Y, fundamentalmente, me resisto a que se llame "estereotipos" a esos puntos de vista, al menos cuando son tratados de la manera en la que lo hacen Birdman y Whiplash. Porque, al fin de cuentas, esos supuestos "estereotipos" tienen una larga y más que reconocida tradición en la propia historia del arte. Tan sólo recurriendo a la memoria (que cada uno completará con títulos de su preferencia o rastreando en Google), obras como El príncipe de madera de Bartók, Die ferne Klang de Schreker, Los cuentos de Hoffmann de Offenbach, la Sinfonía fantástica de Berlioz o Tannäuser de Wagner ponen en escena, en mayor o menor medida, esa misma identificación entre el arte y la vida. O, mejor dicho, la necesidad de sacrificar una en nombre de la otra (y pensé en El retrato oval de Poe, pero ahí no es el propio artista la víctima sacrificial, sino su amada; algo así ocurre también con el artista-vampiro de la maravillosa Elegía para jóvenes amantes de Henze).

También Boyhood tiene dos "estereotipos" musicales enfrentados (uso las comillas para insistir en que no creo que el director los use como tales: al contrario, el mérito de todos los directores involucrados en estas películas reside en que sus personajes no son en absoluto estereotipos), en las figuras de Mason Sr. y su amigo Jimmy. Desaliñados, con cajas de pizza y latas de cerveza vacías, Mason Sr. abandona a sus hijos para "conectarse con su yo", escribe canciones autobiográficas autoindulgentes y termina finalmente "sentando cabeza" y consiguiendo trabajo en una empresa. Jimmy, en cambio, termina haciendo una carrera como bluesman consagrado (y, dicho sea de paso, saliendo de gira con Bob Dylan: apenas un par de apariciones bastan para advertir que Jimmy es el mismísimo Charlie Sexton). Boyhood no nos dice que así son todas las vidas, sino simplemente que así son esas que vemos desfilar ante nuestros ojos. Podremos establecer más o menos empatía con sus personajes, con algunas de sus decisiones. Salvo contadísimas excepciones (precisamente, en las escenas menos interesantes de la película), no se juzga a los personajes, y mucho menos se pretende que los juicios, si los hubiere, sean universales.

Dejé The Grand Budapest Hotel para el final, porque su caso es distinto, aunque relacionado con todo lo anterior. Aquí el artista es apenas el marco de todo el film, ese "Autor" que esconde a Stefan Zweig (el doble, otra vez), y la noción de un arte que deviene artesanía: el film avanza porque todos los personajes cuentan historias y a su vez esas historias cobran vida cada vez que alguien, como la chica en el banco de la plaza en homenaje al Autor (y cuyo doble es ese chico que interrumpe al Autor con sus juegos), vuelve una y otra vez sobre sus páginas. La música de Alexandre Desplat para The Grand Budapest Hotel es casi bartókiana en su invención de un folklore imaginario. Si Birdman, Whiplash y Boyhood, cada una a su modo (central o tangencialmente) discuten el sentido de la figura del artista, The Grand Budapest Hotel simplemente la pone en movimiento, elevando el artificio a obra de arte total.

Lo dicho, pues. Que gane cualquiera, que ganen todas.


(Y a modo de post scriptum: toda esta perorata fue desencadenada por un intercambio de observaciones con la lectora tutelar de este blog. Con la que, dicho sea de paso, alguna vez realizamos juntos el ascenso al Kapuzinerberg de Salzburgo en el que está el busto de Stefan Zweig, y donde fueron tomadas las terribles fotografías que ilustran esta entrada.)