sábado, 23 de abril de 2016

"good night, sweet prince"



El mundo recordó hoy los 400 años de la muerte de Shakespeare, pero la cita de aquí arriba está dedicada a otra muerte, más reciente y, a su modo, no menos significativa. Pueden encontrarse reseñas acerca de la vida y obra de Prince en casi todo portal musical que se precie, así que la idea de dedicarle aquí unas líneas al "morocho de Minneapolis" (así lo presentaban en la radio cuando lo descubrí, a principios de los '90, mientras descubría tantas otras cosas al mismo tiempo) tiene más el tono de la catarsis que de la crítica. Para eso están los blogs, a fin de cuentas.

Y es que Prince fue una presencia constante en mi aprendizaje musical. Ya sonaba cuando yo todavía no sabía caminar y mi madre sintonizaba la radio, y acompañó (aunque retrospectivamente sería más apropiado decir que disparó) mi despertar hormonal cuando en los canales de música empezó a rotar el video de "Cream" y ese indeleble sanguchito con dos morochas que hoy se ven tan noventas y que entonces me parecían la representación más acabada (ejem) del deseo.

Lo que más aprecio de Prince, lo que hará que me siga acompañando probablemente hasta que ya no pueda escuchar música, es que era absolutamente imposible seguirle el ritmo. Quiero decir: ya era bastante difícil estar al día con cada nuevo disco que salía (de hecho, hay muchos discos que apenas pude escuchar una vez, y otros que todavía no escuché). Pero no era solamente un caso de sobreproductividad: incluso cuando conseguía un disco en el momento mismo de su lanzamiento, la mayoría de las veces me encontraba con un desafío, cuando no con un enigma. El caso más dramático fue cuando, todavía bajo los efectos de Diamonds and Pearls y el disco del símbolo impronunciable (creo que de ese disco llegué a conocer de memoria hasta los díalogos que servían de separadores) hicimos con mi hermana las gestiones necesarias para obtener una de las pocas copias del Black album que llegaron a Buenos Aires en 1994. No entendimos nada de nada. Por lo que a nosotros respectaba, las leyendas sobre las resonancias satánicas del disco podían ser ciertas. Al poco tiempo lo cambiamos, quién sabe por qué disco hoy justamente olvidado (el presupuesto de entonces alcanzaba para un disco al mes, y tener uno que no invitara a ser escuchado una y otra vez era un despilfarro).

Por esa época también me entretenía leyendo cómo en todas las listas de los mejores discos de todos los tiempos prácticamente no había artista que no eligiera Sign 'o' the times, que entonces me parecía razonablemente bueno, pero del que no alcanzaba a captar por qué eran tantos los que decían que les había cambiado la vida. Para mí, Prince era fundamentalmente el de "Cream", el de "Kiss", el de "Money don't matter tonight", el de "Purple rain", el de "Sexy motherfucker", el de "The Continental", el de "Little red Corvette". Y, al poco tiempo, el de "Pussy control", el de "Gold". Pasaron literalmente años (años de aprendizaje, de otras músicas, de otras experiencias) para descubrir todas esas facetas que en una primera aproximación a una obra como la de Prince pueden pasar desapercibidas. Pasaron literalmente años para que descubriera el mundo contenido en Sign 'o' the times, que ahora yo también incluiría en esa lista de indispensables.

Lo increíble de la música de Prince es que no sólo tuve que aprender a escuchar para descubrir los tesoros escondidos en su catálogo, sino que en gran medida fue precisamente su música el motor para ese aprendizaje. Cada uno tendrá seguramente sus momentos preferidos en sus cuarenta años de carrera: como guitarrista (su solo en "While my guitar gently weeps" en el tributo a Harrison, su versión incendiaria de "Whole lotta love" en Las Vegas), como nemesis de Michael Jackson hacia fines de los '80 y comienzos de los '90 (todavía hoy hay quién discute quién era Batman y quién el Guasón en esa batalla; para mi no hay dudas), como compositor de hits de otros ("Nothing compares 2U", "When you were mine"), como improbable sex symbol (¿alguien escuchó entero Hollywood Affair, con Kim Basinger?), como actor, director, productor o adaptador de la Odisea.

Por eso, si tuviera que elegir un único disco que representara lo que significa Prince para mi, elegiría Musicology. Lo conseguí apenas salió en 2004, cautivado por el tema homónimo, por la atmósfera a la vez retro y de vanguardia que era también la del video correspondiente. En estos días de duelo, junto con Sign 'o' the times, es el disco que más escucho y cada vez encuentro más cosas para seguir escuchándolo. Ya desde el título tiene una especie de impulso didáctico, de enciclopedia musical, como si en él estuviera resumida no sólo su carrera, sino la de toda una tradición, que puede ser la del R&B pero que es también mucho más. Con una primera parte para bailar y una segunda para escuchar con atención, Musicology tiene todas las facetas de Prince: la que cautivó a Miles Davis (que dijo en su Autobiografía que Prince era el Duke Ellington de nuestro tiempo) en el swing que logra con Maceo Parker en la segunda mitad del disco; la del control freak que toca todos los instrumentos para que la música suene exactamente como él quiere que suene, en (los que tal vez sean los mejores temas del álbum) "Musicology" y "What do U want me 2 do?"; el desborde que coquetea con el glam y la ópera en la suite "The marrying kind" / "If eye was the man in Ur life" / "On the couch"; el misticismo ecologista en "Dear Mr. Man" (¡una chacona!).

Mientras escribo esto estoy escuchando The Gold Experience y de pronto, al final de "Endorphinmachine", me sorprende esa voz que anuncia (en español, para incrementar la sensación de irrealidad) "Prince está muerto, Prince está muerto".

Y todavía queda tanta música por escuchar.

lunes, 18 de abril de 2016

Fausto vs. Don Juan



En 1829, Christian Dietrich Grabbe publicó en Frankfurt el drama Don Juan und Faust, estrenado ese año en el Teatro de Detmold, en Westfalia. Cruzando los universos del Don Giovanni de Mozart y el Fausto de Goethe (a la manera de Batman vs. Superman, Alien vs. Depredador o la Liga de hombres extraordinarios; "¿cómo no se le ocurrió a Alan Moore?", preguntarán ustedes), la obra imagina a dos personajes legendarios compitiendo por un mismo objetivo: el amor de Doña Ana. – Y hablando de coincidencias, encuentro gracias a un artículo del amigo Thomas Ricklin que en la historia de Gerberto de Aurillac (a.k.a. Silvestre II, papa entre 999 y 1003) se cruzan ya la nigromancia, el pacto con el diablo y una estatua que habla desde el más allá. Todo tiene que ver con todo, al final, y no hay camino que no conduzca a la Edad Media.

Pero vuelvo a Grabbe: la historia tiene todos los componentes góticos que uno imagina ya a partir del título, con algunas vueltas de tuerca (no hay estatua parlante; en su lugar, hay… ¡zombies!). El comienzo es mozartiano: en Roma, Don Juan intenta conquistar a la hija del Commendatore, prometida de Don Octavio. Los mata a ambos, naturalmente, mientras Ana es raptada por Fausto, que viaja acompañado por un oscuro Caballero, y llevada prisionera a un castillo en medio de los Alpes. Don Juan intenta rescatarla, pero Fausto, gracias a sus artes nigrománticas, resucita a Don Octavio y al Commendatore para impedirlo. Mientras Don Juan y Leporello se enfrentan a los muertos vivos, Fausto intenta engualichar a Doña Ana para enamorarla, pero se le va la mano y ella muere. Atormentado por los remordimientos, Fausto se resigna a una eternidad en el infierno. El enfrentamiento final es entre Don Juan y el Caballero, dispuesto a vengar las muertes (las dos, es decir, las cuatro) de Octavio y el Commendatore. Don Juan está más pendiente de sus próximas aventuras amorosas que de las vidas que arruinó a su paso y, puesto que no tiene intenciones de arrepentirse, el Caballero lo obliga a seguir los pasos de Fausto y sufrir el castigo eterno. Esta es, en muy resumidas cuentas, la historia que imagina Grabbe, cuyo justiciero enmascarado resulta ser el mismísimo demonio.

La evocación de esta rareza (el texto completo original en alemán está disponible aquí) se debe a que en estos días Buenos Aires fue el escenario de otro encuentro entre Fausto y Don Juan: simultáneamente, el Teatro Colón ofreció la obra de Mozart y el Teatro Avenida, con producción de Buenos Aires Lírica, el Faust de Gounod. Las obras son, desde ya, muy distintas. En cierto modo, podría decirse que la maravillosamente elaborada pieza de Mozart y Da Ponte contrasta con lo unidimensional que por momentos parecen los personajes del libreto que Barbier y Carré imaginaron para Gounod. Pero, claro, eso ocurre en el papel. Cuando la obra cobra vida, lo que se despliega ante nuestros ojos se vuelve inesperado, no importa cuántas veces hayamos escuchado antes cada obra. Como nigromantes, los directores de las producciones son los encargados de reanimar los cuerpos en escena. – Y antes de que se enojen mis amigos cantantes: no estoy disminuyendo en nada la importancia de los intérpretes; es sólo que aquí me interesa poner la atención sobre esa visión general que da o intenta dar sentido a la totalidad de la obra.

A propósito: si alguien dudara de la importancia de esa mirada (todavía persiste cierta idea propia de la era de oro del disco, según la cual el aspecto dramático-visual de un espectáculo lírico es, en el mejor de los casos, una mera distracción y, en el peor, un obstáculo para el goce), las producciones de Don Giovanni und Faust de los últimos días pusieron de manifiesto por qué la dirección de escena es tan importante como la musical para que la obra cobre vida propia y no se convierta en uno de esos fallidos homúnculos que el Dr. Fausto intentaba conjurar en su laboratorio.

Me explico: una visión original (y unos intérpretes comprometidos con esa visión) hicieron de la obra de Gounod en el Avenida un espectáculo notable. Desde detalles geniales como la visión de Fausto en la primera escena (que recuerda la expresión del rostro de Tim Roth cuando Samuel L. Jackson le muestra el contenido de su maletín en la cantina de Pulp Fiction) hasta grandes escenas de conjunto (como la impresionante y pesadillesca secuencia en la iglesia), Faust era, en el escenario del Teatro Avenida, una obra mucho más interesante que en el papel o que en el disco. Desde ya, no sólo gracias a la producción de Pablo Maritano, sino también a la entrega del trío protagónico de Darío Schmunck, Marina Silva y Hernán Iturralde, a la orquesta dirigida por Javier Logioia Orbe, al coro y, en fin, a todos los involucrados en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica.

Lo contrario ocurrió en el Colón. La puesta de Emilio Sagi pareció despojar a los personajes de toda sutileza para transformarlos en criaturas unidimiensionales. Como si se confiara en que la obra se bastara a sí misma, o pudiera sostenerse únicamente gracias a los cantantes. Y al respecto: en diversas reseñas se criticó lo heterogéneo del elenco, con algunos puntos muy altos (el Don Giovanni de Erwin Schrott, fundamentalmente) y otros muy por debajo de lo que podía esperarse. Pero insisto en que, independientemente de la capacidad de los cantantes, la obra se resiente si no hay una visión de conjunto que pueda poner el esfuerzo de cada uno de ellos en un marco más amplio, en un "relato" (digamos) que otorgue sentido a la obra. Allí precisamente estaba la mayor carencia de este Don Giovanni: los personajes eran caricaturas que hacían sus movimientos en el vacío. No es que no hubiera ideas; es que esas ideas (el marco de un espejo acusador, comensales que ignoran que son el plato principal de la comida) aparecían y desaparecían más como notas al pie que como ejes del drama.

Los personajes, entonces: es curioso cómo en dos obras que llevan el nombre de sus respectivos "héroes" (las comillas son deliberadas), son finalmente las heroínas las que cargan el peso de la acción. Si Grabbe escribió Don Juan und Faust en el siglo XIX, hoy estaríamos más cerca de escribir un Doña Elvira y Margarita. Acerca de la importancia de Doña Elvira en el Don Giovanni mozartiano, me remito a los textos del compañero Kierkegaard que alguna vez publicamos en 51-9-10, la revista del Teatro Argentino de La Plata. En cuanto a Margarita, es conocida la anécdota según la cual algunos teatros alemanes presentan la ópera de Gounod con título femenino, supuestamente para subrayar el abismo que separa los valses de la ópera francesa de las brumas sapienciales de Goethe.

En cualquier caso, no sería la primera vez en que un nombre lanzado como invectiva es orgullosamente recuperado por la víctima como afirmación de una identidad. De modo que no está nada mal, al fin de cuentas, llamar Margarita al Fausto de Gounod. Es su tragedia la que presenciamos, no la de un Fausto que, cuando la obra termina, continuará junto a Mefistófeles sus aventuras por tabernas, aquelarres y viajes en el tiempo. Un Fausto que, al ver a Margarita en su celda, deja caer, cínicamente, un "¡Mató a su propio hijo!", como si ese hijo no fuera también el suyo. Una Margarita que tuvo que soportar que su hermano empleara su último aliento para maldecirla en base a una curiosa concepción del honor. O una sociedad que la hostiga cuando descubre en su vientre la marca de la violencia, y luego la condena a muerte por haber canalizado todo ese desprecio para dirigirlo contra ese hijo, contra sí misma. Que un compositor profundamente católico como Gounod haya decidido concluir su obra con el perdón celeste a esa madre infanticida no es el menor de los prodigios de la obra. Acaso allí se cruzan también Don Juan und Faust: en la gracia como tema, como misterio.

En cuanto a Don Giovanni, es claro que el personaje del título es el que ejerce la seducción sobre el público, del mismo modo en que el Guasón es siempre el polo magnético de todo Batman que se precie. Pero al fin de cuentas, la historia cuenta su perdición, y no importa cuán cuestionable sea el Batman de turno, en última instancia deberíamos desear que triunfe, aunque secretamente disfrutemos de cada golpe o risotada del villano. Digo esto porque en la producción del Colón los personajes parecían juzgados de antemano: rodeado de cínicos o estúpidos, Don Juan parecía ser castigado no por su mal comportamiento (violación, asesinato, abuso de autoridad), sino por su despreocupada autonomía. Desde ya, es una lectura posible de la obra. Pero exagerar los aspectos negativos de los supuestos héroes de la historia (el trío "noble" de Ana, Octavio y Elvira) le quita todo interés a una obra en la que ya desde el inicio se nos induce a tomar partido. El final de Don Giovanni es mucho menos interesante sin ese ligero malestar que provoca descubrir de pronto, como en una ráfaga, que debajo de un halo de nobleza se esconden también los monstruos. Si los monstruos están ya desde el comienzo, no hay drama posible; apenas una suma algebraica de arias y conjuntos, un tren fantasma.

viernes, 1 de abril de 2016

la femme nue, c'est la femme armée

[spoiler alert: se incluyen referencias a la escena final de la película]


Finalmente, La bruja (The Witch, 2016) se estrenó en Buenos Aires y, todo parece indicar, se reproducirá aquí una discusión generada luego de su estreno en los Estados Unidos hace poco más de un mes. Ocurre que la película recibió altísimas calificaciones por parte de la crítica especializada, pero comentarios generalmente desilusionados, cuando no agresivos, por (gran) parte de la audiencia. La división entre público y crítica reaparece cada tanto en el cine, la literatura, la música y, en fin, en cualquier ámbito en el que exista una práctica profesional más o menos establecida, pero lo curioso es que por lo general ocurre al revés: son los fans (por ejemplo, los de Batman vs. Superman) los que atacan impiadosamente a los críticos que rechazan aquello que muchos disfrutaron. Aquí el público (no todo, desde ya, aunque se trata de una parte que expresa enfáticamente su descontento) se enoja con críticos que le prometieron "la mejor película de terror de todos los tiempos" para que ellos salieran del cine retrucando "no me asusté nada, me aburrí mucho".

Allá ellos. La discusión entre crítica y público no parece tan interesante desde que existe twitter y el público se arroga ("arroba", debería decir) el derecho de increpar directamente a director, guionista, actores y, si los conociera, también a los productores de lo que, según dicen, les pertenece. Más interesante es la cuestión de género, que es, en su doble acepción, lo que parece latir no sólo en las discusiones acerca de La bruja, sino en el corazón de la película misma. Y es que La bruja no es necesariamente una película "de género" en el sentido de pertenecer a la categoría de "película de terror". Es, sí, una película "de género" en el sentido de ofrecer el retrato de una mujer que reclama autoridad y autonomía sobre su propio cuerpo.

Y La bruja no es una película de terror, del mismo modo que no lo era Antichrist (2009) de Lars von Trier, con la que comparte mucho más de lo que parece; desde la muerte de un niño como disparador de la tragedia hasta la opresión ejercida sobre el cuerpo y la mente de la mujer, pasando por el bosque de animales parlantes. Lo que acecha en ella no es lo terrorífico sino lo ominoso, e incluso aquello que el film comparte con el universo de las películas de terror (el despertar sexual como fuente de todo tipo de horrores) aquí aparece con una polaridad invertida.

Wes Craven filmó, primero como tragedia (Nightmare on Elm Street, 1984) y luego como comedia (Scream, 1997), esa pesadilla americana en la que sólo la joven virginal sobrevivía al baño de sangre desatado por adolescentes incapaces de controlar sus impulsos. Y a propósito: un amigo norteamericano me contaba que, en aquella época, disfrutaba como loco esas películas porque en ellas los chicos "populares" que le hacían la vida imposible a un nerd como él eran siempre los primeros en sufrir muertes horrendas. El nerd también moría, es cierto, pero generalmente se le reservaba una muerte heroica, sacrificando su vida por "la chica" (o final girl, como se la llama en las convenciones del género).

La bruja, como Pesadilla, como Scream, también tiene su final girl, pero con una vuelta de tuerca [y antes de seguir: estoy intentando no arruinar las sorpresas de la película pero, si quieren evitar spoilers, mejor leer lo que sigue después de haberla visto]. Habría que ver, incluso, hasta qué punto no es esa vuelta de tuerca una de las razones por las que La bruja es resistida por una parte del público. Porque allí donde las películas de horror premiaban con la supervivencia a la chica que había logrado dominar sus instintos y someter su cuerpo a los mandatos de la sociedad y la familia, aquí la apoteosis final se reserva precisamente para aquella mujer capaz de elevarse, literalmente, por encima de una sociedad que apenas si la ve como una obediente mercancía. Si la familia y la sociedad insisten tanto en identificarse con Dios, es lógico que quienes se les enfrenten queden identificados con el Diablo.

Volviendo al género, entonces: La bruja es, más que una película de terror, una película de época, y en un doble sentido. Es "de época" como lo son esas películas que buscan reconstruir un pasado histórico atendiendo a todos los detalles. Su principal virtud reside en la recreación de la vida de los primeros colonos en Norteamérica. Los habitantes de esta "Nueva Inglaterra" (la película lleva como subtítulo A New England Folktale) conservan en su memoria el recuerdo de la patria abandonada, pero llegan al Nuevo Mundo como se llega a una Tierra Prometida. La presencia de Dios es para ellos tan real como lo es esa naturaleza indómita que los rodea, y que la película insinúa en algunos planos memorables. Una placa nos informa, en los créditos finales, que las palabras que se escuchan, en un arcaico inglés de cerrado acento, están tomadas íntegramente de documentos históricos. El opresivo puritanismo de los colonos, que hace que los Flanders parezcan los Osbourne, es terrorífico porque, a pesar de su aparente inverosimilitud, es verdadero.

Por eso La bruja es una película "de época" en el sentido de serlo, también, de la nuestra. En su viaje hacia el siglo XVII, parece mostrar el corazón oscuro del mito de origen de los Estados Unidos, pero en esa mirada al pasado se esconde una aguda observación del presente. Su principal hallazgo es el modo en el que el director Robert Eggers trata el cuerpo de Thomasine, la chica en cuestión. Los espectadores la vemos como la ven los otros personajes: apenas se nos permiten algunas miradas furtivas, algunas referencias sutiles a la cada vez más amenazante presencia del deseo. Incluso en la secuencia final vemos, como al comienzo de la película, únicamente su rostro, antes adusto y ahora liberado. Ella está desnuda, pero no vemos su cuerpo, porque no nos pertenece.

Pocas épocas más difíciles para una mujer que desee ser dueña de sí como el obsesivo puritanismo del siglo XVII. Pero, parece decir La bruja, no menos escandalosa y terrorífica parece ser la situación hoy. El plano final de la película es, al mismo tiempo, una señal de todo el camino recorrido desde entonces, y una advertencia de todo lo que aún queda por recorrer.