O, en palabras de Frank Costanza al retomar su instinto de cocinero castrense: I'm back, baby!
Diversas cuestiones, que van desde obligaciones académicas a compromisos editoriales, pasando por catástrofes finacieras y vaivenes amorosos –o viceversa– motivaron el extenso hiato que termina oficialmente aquí, para que comience una nueva temporada en este abandonado rincón de la igualmente abandonada blogósfera.
No voy a mentir –tengo entendido que en internet no está permitido hacerlo, especialmente en un blog personal–: durante estos meses de ausencia, unas cuantas cosas que podrían haber sido comentadas en este espacio fueron comentadas en otros. De modo que este primer contacto después de la tormenta se reduce a ofrecer al visitante desprevenido una serie de links para dejar constancia de que, a pesar de la ausencia en este sitio específico, esta primera persona del singular ocupó ocasionalmente otros hospitalarios salones de la matrix.
Así, por ejemplo, pueden leer aquí una reseña de la doblemente póstuma –por compositor e intérprete– Novena sinfonía de Bruckner registrada por Claudio Abbado y la Orquesta del Festival de Lucerna. Unas semanas antes, también para los amigos de Tiempo de Música, había comentado el estreno sudamericano de Coro de Luciano Berio. En diversos números de la Revista TC aparecieron también algunas reseñas dispersas. Por ejemplo, la del maravilloso disco de Miguel de Olaso interpretando la música para laúd de Giovanni Zamboni (en el nº 114), o unas reflexiones previas al estreno de Music for 18 musicians de Steve Reich (en el nº 113). También pueden leer una breve reflexión acerca de la actualidad de la ópera en el flamante número de la flamante MúsicaClásicaBA.
Y hablando de ópera, sobre esas cuestiones versaban mis últimas colaboraciones para Ñ –ya inadecuadas, en el contexto de una postergada adecuación–, que pueden leer aquí y aquí, dedicadas, respectivamente, a la maravillosa La vendedora de fósforos de Helmut Lachenmann y a la mucho menos estimulante Calígula de Detlev Glanert. Y lo escribí ahí pero lo repito aquí: a ver si de una buena vez los teatros líricos de la Argentina se deciden a programar óperas de Hans Werner Henze. No lo digo para hacerme el viejo maniático que reclama que se hagan las obras que sólo a él le gustan, sino porque, ante tantos estrenos de los últimos tiempos –algunos bienvenidos, otros sin mayor sentido–, esa parece ser, hoy, la deuda musical pendiente más relevante en el campo de la ópera. Y, además, porque me gustan esas obras. Mucho. (Y hablando de lo que me gusta: aquí pueden leer también mi contribución a la sección de Tiempo Argentino en la que se recuerda algún disco emocionalmente relevante. En mi caso, Blood on the tracks y su influjo en mi biografía reciente, si es que eso le puede interesar a alguien.)
Pero no sólo de óperas, sinfonías y clusters se vive, así que detallo a continuación otras colaboraciones que pueden consultar si andan con ganas de recibir consejos sobre los libros que pueden llevar a la playa, la montaña, el refugio anti-atómico o el bunker para sobrevivir el apocalipsis zombie. Todas comentadas, bajo estricto y simpsoniano seudónimo, para los amigos de Brandy con Caramelos: la maravillosa novela La parte inventada de Rodrigo Fresán, la colección de artículos Por dentro todo está permitido de Jorge Barón Biza y los Relatos reunidos de Marcelo Cohen.
Y ya que estamos, y para comentar algo en esta entrada que sea original y no un mero repertorio de enlaces para una eventual y anárquica antología: acabo de terminar –"acabar" sería el término más apropiado– la reciente reedición de El pudor del pornógrafo de Alan Pauls (Anagrama). Una obra con cuyo rescate se especulaba hace un tiempo –fue originalmente editada en 1984 por Sudamericana– y que finalmente reapareció treinta años más tarde. "Sin cambiarle una coma", según cuenta el autor en el posfacio.
Después de haber leído otros títulos de Alan Pauls, de Wasabi a la trilogía de las Historias –la del llanto es mi preferida y no sólo de la trilogía–, pasando por la inevitable El pasado y el genial El factor Borges, siempre me provocó curiosidad esa primera novela inhallable. Como todo lo que se adquiere después de tanta espera, y sobre todo cuando esa espera es usada para imaginar detalles de esa experiencia postergada, lo que se obtiene es siempre menos de lo que se había imaginado. No necesariamente por defecto de lo esperado, sino como efecto colateral de la espera misma. No puedo decir que El pudor del pornógrafo no me gustó, pero tampoco puedo asegurar que la releeré en un futuro próximo.
Por lo pronto, hay pequeñas pero reconocibles marcas de la juventud de su autor –mínimos deslices que la construcción de un estilo y una voz reconocibles se encargarían de evitar en obras posteriores–. Esa urgencia –"precocidad" podría ser, otra vez, la palabra más apropiada– es lo que menos me atrajo de la obra. Distinto es, en cambio, el caso del registro deliberadamente impostado del narrador, con sus interjecciones decimonónicas –los ¡oh! y los ¡ah! que, en el contexto de la novela, cobran sonoridades inquietantes–. Porque, en un principio, me obligaron a hacer un gran esfuerzo para habituarme a ese tono inusual. Hasta que, en leves detalles, en palabras o situaciones apenas insinuadas, me llevaron a recuperar, inesperadamente, toda una atmósfera de lectura que había quedado sepultada bajo años y años de otros textos y otras experiencias.
Confirmé esa intuición al leer, en el posfacio del autor, la palabra "terror" o la alusión al latido de un "corazón peligroso" en la novela. En realidad, lo que había entrevisto como telón de fondo de esa novela escrita por un veinteañero era mi propia experiencia como lector adolescente: especialmente esas traducciones de Poe firmadas por Cortázar en las que, entre los pliegues de las obras más fascinantes y releídas, se escondían otras piezas generalmente soslayadas pero que, en toda su imperfección, contenían elementos que reaparecían, por gracia de un lenguaje deliberadamente arcaico, en El pudor del pornógrafo. Elementos de ligera comicidad que podían, en un golpe de ojo, convertirse en una señal ominosa o en un motivo siniestro que, advertimos de pronto, siempre había estado recorriendo el subsuelo de la novela. El motivo del mensajero misterioso, el del espectador que observa por la ventana un espectáculo que lo angustia y sobresalta, el de la pareja que planea un encuentro imposible, el del peligro de que la correspondencia fuese interceptada. En todos ellos me descubría recordando cuentos como La cita, La esfinge o, más previsiblemente, La carta robada. O el crescendo febril de Manuscrito hallado en una botella en mi propia angustia al leer la historia acercándose al inevitable desenlace. Pero, insisto: no tanto en las situaciones de la novela, sino en el lenguaje en el que esas situaciones son ofrecidas, arrojadas al lector. O, para retomar una de las palabras más recurrentes en sus páginas, "entregadas", en todas sus acepciones posibles.
Todo El pudor del pornógrafo puede ser leído como un cruce entre las revistas Penthouse y Blackwood. No está mal, para una primera novela.
Reloj de Gerald Murphy (1925)
No hay comentarios:
Publicar un comentario