A veces el universo se empeña en darle la razón a aquello de que "todo tiene que ver con todo". En la entrada anterior, a raíz de la integral de los cuartetos para cuerdas de Mauricio Kagel, aparecieron los espectros de Gombrowicz y Borges, en una imaginaria partida de ajedrez en la calle Corrientes. Y cómo evitar que vuelvan a aparecer ahora, después del estreno de Ultramarina, con libreto de Edgardo Cozarinsky, música de Pablo Mainetti y puesta en escena de Marcelo Lombardero. Paso a explicarme.
Antes, una advertencia al lector ocasional (parafraseando a Jason Bourne: esto no es un diario o una revista, y por lo tanto se puede decir la verdad). Con varios de los involucrados en Ultramarina me unen lazos de amistad y admiración, de los que conviene dejar constancia, para evitar que sean sospechosamente señalados sotto voce. Algo parecido comenté a raíz del estreno de Hippolyte et Aricie de Rameau hace unos años, a cargo de la Compañía de las Luces. Quiero decir: que llegué a Hasta Trilce con ganas de que me gustara la obra.
Pero además, me gustó.
Como saben, esto no siempre ocurre. Basta remitirse a lo que alguna vez contó Sergio Renán acerca de María de Buenos Aires (la anécdota está en Piazzolla. El mal entendido de Diego Fischerman y Abel Gilbert) en una frase que refleja a la perfección ese sentimiento que tantas veces nos asalta ante las obras a las que rodea la sensación de convertirse en manifiesto de alguna idea. Dijo Renán entonces, y conviene tener siempre a mano esas palabras: "no nos gustó todo lo que queríamos que nos gustara". Dicho de otro modo: a veces nos ponemos la remera de una banda de la que no nos compraríamos un disco.
Pero no me sentí así en Ultramarina. Me gustó lo que quería que me gustara y, si hubiera que hacer una crítica, lo que no me gustó –spoiler alert– es que, en todo caso, la obra es demasiado corta. Y no es que mi sensibilidad wagneriana me haga desconfiar de toda obra que dure menos de cuatro horas, sino que en Ultramarina pasa todo tan rápido que uno casi no tiene tiempo de encariñarse con los personajes. En una ráfaga –poderosa, eso sí, gracias a las actuaciones de todos los involucrados, e incluyo aquí a los músicos– los protagonistas se conocen, se enamoran, se mueren, y ya pasó todo, y vuelta a empezar, en otro tiempo, con otros nombres, con otros sonidos, en una historia que se repite, trágica, dolorosamente actual.
Retomo lo del comienzo, entonces: los espectros de Borges, de Gombrowicz. De Kagel, incluso, que alguna vez escribió un Tango alemán, para que sonara "en Europa, argentino; y en Argentina, protogermánico". Ultramarina empieza precisamente en alemán, con tres mujeres –tres cuerpos de mujeres– arrancadas de la Europa del Este para ser ofrecidas en una sórdida compulsa entre regenteadores de prostíbulos locales ("¡Pónganse a laburar, vagas de mierda, que los diputados quieren divertirse!", les gritan). La escena, el vestuario especialmente, reflejan dramáticamente las relaciones de poder: los hombres siempre con sus trajes, las mujeres siempre con una desnudez que es la de la fragilidad y la indefensión –no había entonces conciencia de la posibilidad de reconvertir esa desnudez en un gesto de rebelión o de desafío: no hay Pussy Riot en Ultramarina–.
La tradición, entonces. La expresa decisión de Cozarinsky de abordar la relación del tango con la "mala vida" y de remitirse a un episodio de la historia argentina –la red de proxenetas Zwi Migdal, que operó en el país aproximadamente hasta 1930– permite concentrar en la historia de Suzanne/Zsuzsa/(¿Xuxa?) varias capas de significados: desde ya, la inmigración y el tango (Borges y Gombrowicz), pero también la ópera. No es casual que la obra declare explícitamente su pertenencia a ese género. Pasaron casi cincuenta años desde aquella María de Buenos Aires a la que Piazzolla había llamado "operita", jugando con la etimología de la operetta europea. La definición de Ultramarina como "ópera" y ya no "operita" aleja la obra del espectro de Piazzolla, algo también evidente en las palabras de Cozarinsky en el programa de mano, en las que declara "el desafío mayor: evocar lo sórdido de una época sin que la distancia imponga una pátina nostálgica, el glamour de los tiempos idos". En efecto, Zsuzsa tiene poco de Musetta o de Mimí: en su reflexión acerca de las condiciones de una vida sin dinero resuena el "Wir arme Leute!" de la Marie de Wozzeck. Desde el comienzo mismo de la obra, las tres mujeres recitando los nombres de las ciudades europeas de las que fueron raptadas cancela la posibilidad de encontrarse con el espectro de Lulú. Esas tres Nornas que cantan en la oscuridad saben que el hilo del destino no parece ofrecer escapatoria. No hay redención posible. (A propósito, no leí El rufián moldavo, la novela de Cozarinsky en la que está basada la historia de Ultramarina, aunque cuando el regenteador de la red se queja de los marineros "que cada vez gastan menos" recordé esa pequeña joya que es La tercera mañana, también poblada por marineros, prostitutas, el tango y la muerte).
Ahora, pensando en voz alta, intuyo que lo que hace un rato califiqué como una posible crítica –la corta duración de la obra– tenga algo que ver con eso: evitar la creación de una falsa expectativa, la posibilidad de que esa redención finalmente se produzca. Los protagonistas son rápidamente tragados por la historia, desaparecen, no dejan rastros. Lo único que permanece es el dispositivo de dominación sobre los cuerpos de las mujeres –algo que Lombardero ya había explorado en una genial puesta de Carmen en el Teatro Avenida–, que parece remontarse a los comienzos de la Historia –las Nornas, otra vez–, atravesar a la Argentina de comienzos del siglo pasado, y perpetuarse hoy.
Aquí, en todo caso, podría hacerse otra crítica a la obra, aunque se trate de algo que, imagino, es deliberado. La conclusión de la historia invita a que, una vez finalizada la experiencia estética que implica una pieza de teatro musical como Ultramarina, ciertos ecos perduren. Que se discutan algunas cosas, que no se relegue la obra al cajón de los recuerdos y se pase a lo siguiente. Personalmente, no me convence la explicitación de la moraleja, la enunciación expresa de que lo que se vio continúa sucediendo. Pero, como comentábamos con algunos amigos al final de la función, esa incomodidad puede ser un arma de doble filo: en efecto, uno puede criticarles a los autores una cierta intención didáctica de pronunciar en voz alta la conclusión a la que, en silencio, habíamos llegado todos los que estábamos presenciando la obra. Pero, a la vez, uno tiene que preguntarse cuál es la razón de esa incomodidad. Es decir: sin la explicitación de la moraleja, su deducción por parte de los espectadores podría considerarse como un "cierre" de la experiencia. Uno, como espectador, podría haberse quedado tranquilo, sintiendo que extrajo de la obra el supuesto "mensaje" que la obra transmite –pongo "mensaje" entre comillas para aceptar resignadamente una convención que no es el caso discutir aquí–. Su explicitación, en cambio, obliga a otra reacción. Si todos sabemos que "estas cosas siguen pasando", entonces lo que tenemos que hacer es otra cosa. Dicho rápidamente: hacer algo para que no pase. En ese sentido, Ultramarina es una obra estrictamente contemporánea, que aparece, no casualmente, en una época en la que una de las principales "batallas culturales", para utilizar una expresión de moda, es visibilizar los hilos ya no tan secretos con los cuales se ejerce la violencia –física, simbólica, social– sobre las mujeres. Esas mismas mujeres que, según cierto Mauricio que no es Kagel, mienten cuando dicen que no les gusta su papel de sometidas.
Una última cosa, para evitar que esta entrada en el blog sea más extensa que la obra que comenta. Una de las grandes virtudes de Ultramarina está en la variedad de registros musicales para dar cuenta de todas esas tradiciones mencionadas antes: el tango, por supuesto, pero también la música klezmer para caracterizar la pertenencia de los protagonistas, las referencias a la Segunda Escuela de Viena para evocar la música y la atmósfera de la época de las obras con las que Ultramarina dialoga, y, hacia el final, el fade out del ritmo de cumbia que parece derribar las paredes del teatro y situar la historia aquí y ahora. Al respecto, la primera impresión de esa referencia explícita a la cumbia parece en cierto modo estigmatizante. Como si fuera esa la banda de sonido de la explotación (a propósito, la discusión es similar a la que se da en el ámbito de las drogas: estigmatizar a las villas como ámbitos de "lo narco" cuando es a todas luces evidente que los resortes que mueven el negocio no deben buscarse en los márgenes del tejido social, sino en su centro… Voy a hacer lo mismo que critico y explicitar la moraleja: las redes están siempre en manos de los millonarios y nunca de los desposeídos). Pero esa primera impresión se revela rápidamente como un error de perspectiva: la estigmatización es precisamente lo que se está señalando. La clave está en lo que señala Cozarinsky en el programa: el tango estaba asociado a la "mala vida", así como ahora ese mismo tango está cubierto por "el glamour de los tiempos idos".
El fade out de Ultramarina parece apuntar, entonces, a que hoy es otra la música que ocupa ese lugar. Y que echarle la culpa de todos los males a la cumbia no es muy distinto de culpar, como antaño, al tango, a la lambada o a la "lasciva" sarabanda. Aunque haya música que se autoproclame gangsta, los verdaderos gángsters están en otro lado.
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