sábado, 28 de noviembre de 2015
obras, intérpretes, programas
Tal vez se deba en parte al hecho de entrar por primera vez a la sala, de experimentar con los propios ojos (y oídos) algo que se conocía a la distancia, la sensación de un ámbito a la vez familiar y extraño. En cualquier caso, el concierto que la Staatskapelle Berlin ofreció en la Philharmonie el pasado 18 de noviembre fue especial en más de un sentido.
Uno, desde ya, es el apuntado al comienzo, pero en todo caso eso lo hace especial para mí, y en ese caso no pasaría de ser una de esas veladas que se atesoran en la memoria pero cuya experiencia es, al fin de cuentas, incomunicable. Pero hay algo más, en este caso: no es novedad que la Staatskapelle Berlin –que, creada en 1570, contó entre sus directores a Meyerbeer, Richard Strauss, Erich Kleiber, Herbert von Karajan y, desde 1992, Daniel Barenboim– es una de las grandes orquestas de Alemania. Ya sabía, antes de que comenzara el concierto, que todo iba a sonar muy, muy bien. Y aún así, no estaba preparado para lo que escuché.
Empiezo por el solista: Christian Tetzlaff ofreció una lectura que, a falta de mejores palabras, podría calificar de visceral. Un perfil en el New Yorker lo expresa en términos más precisos: "en una época en la que el sistema de conservatorios ha transformado el virtuosismo técnico en algo habitual, Tetzlaff se distingue por su profunda empatía musical". O, en términos del propio Tetzlaff: "La belleza es enemiga de la expresión." La frase, que podría sonar a una boutade, se entiende perfectamente cuando se lo escucha tocar –y, dicho sea de paso, no es nada que un buen cantante de blues no sepa–: a veces el extremo cuidado puesto en un sonido bello desvirtúa la expresión de ciertas músicas que exigen ciertas asperezas. O, dicho aun de otro modo, la belleza no posee necesariamente un valor universal. El enfoque es especialmente bienvenido en una obra como el Segundo concierto para violín y orquesta de Béla Bartók, que alterna pasajes de un irresistible lirismo con otros de una violencia apenas contenida, sin perder cierto espíritu lúdico, especialmente transparente en el último movimiento. La interpretación de Tetzlaff fue de antología.
Y ahora llego a lo importante, porque independientemente del virtuosismo del solista, de la riqueza del sonido de la orquesta y de la habilidad de su director, Dadiv Afkham, una parte no menor del rotundo éxito del concierto fue el programa. Parece una obviedad, pero cada vez lo es menos: uno va a la sala de conciertos, en primer lugar, a escuchar música. Es maravilloso escucharla por intérpretes de primerísimo nivel, pero todo el ritual cobra sentido, al fin de cuentas, por las obras que se interpretan.
Esto es especialmente claro en el caso de Buenos Aires, en donde muchas veces se sale de los conciertos con la sensación de haber escuchado a músicos extraordinarios ofreciendo programas que no van más allá de cierta rutina, de un puñado de obras más o menos consagradas hilvanadas sin ninguna relación, siquiera sugerida o aparente. O, variante de lo anterior, la sensación incómoda de tener que confiar en los ciclos de música contemporánea para escuchar obras de Stravinsky. Estoy generalizando, desde ya, y no es menos cierto que incluso en la Philharmonie se encuentra uno también con anuncios de programas de no muy alto vuelo. En cualquier caso, el programa de la Staatskapelle ofrecía esa idea de "relato" (repito aquí lo que comenté en otro post, a partir de algunos conciertos especialmente memorables en el CETC), en el que cada obra ilumina a las otras de una manera particular. O, para decirlo aun de otro modo, la sensación de que no se escucharon tres obras, sino una sola, que se despliega en varios momentos.
En este caso, el programa incluía Lontano de Ligeti, el Segundo concierto para violín de Bartók y la Segunda sinfonía de Brahms. Una novela en tres partes, una suerte de per aspera ad astra que, en la tradición musical centroeuropea, es una suerte de motivo recurrente.
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