En la sala Simón Bolívar de la Staatsbibliothek zu Berlin, Daniel Hope presentó ayer su libro Sounds of Hollywood. Wie Emigranten aus Europa die amerikanische Filmmusik erfanden ("Sonidos de Hollywood. Cómo los inmigrantes europeos inventaron la música cinematográfica norteamericana", Rowohlt, 2015). Hope completa con este libro el círculo iniciado con el disco Escape to Paradise (DG, 2014) y el documental para la TV Hollywood Sound (2015), que abordaban el mismo tema, pero también avanza en una historia personal, que había iniciado ya con los relatos que integran Familienstücke, un repaso por su propia historia familiar de exilios y persecuciones en varios continentes.
Las historias que se cuentan en el libro, el documental y el disco tienen varios atractivos, aunque curiosamente el disco probablemente sea el menos logrado de los tres formatos (la necesidad de compactar una seguidilla de "grandes éxitos" en unos pocos minutos no le hace justicia a la riqueza de un legado tan vasto). En el libro, en cambio, hay más espacio para explayarse en historias y personajes, aunque no se trata de un estudio histórico académico, sino de una serie de relatos muchas veces en primera persona, conversaciones con testigos de primera mano de los episodios que se cuentan.
La elección misma de los episodios tiene un dejo "cinematográfico": hay algo de comedia de enredos en el modo en el que los músicos de Europa central se enfrentan a los usos y costumbres de la época dorada de Hollywood. El caso de Schönberg es tal vez el más conocido: su exigencia de trabajar codo a codo con guionistas y directores nunca fue satisfecha ("esto no es una ópera", le recordaban una y otra vez, mientras que él replicaba no estar dispuesto a someterse a lo que consideraba una "prostitución"), y así su música nunca llegó a las salas de los cines (ni aun a las de edición). Otros exiliados, como Waxman, Korngold o Previn años más tarde, se incorporaron con mayor éxito a la maquinaria y la transformaron en lo que Ehrhard Bahr llamó la "Weimar del Pacífico", extendiendo la referencia más allá de lo musical para incluir a Mann, Adorno, Brecht y Werfel, entre muchos otros.
A veces la comedia de enredos toma una mueca trágica, como en el caso de Hanns Eisler. Íntimo amigo de Brecht, con el que colaboró en varias oportunidades, escapó a California cuando se desató el terror nazi, para ser luego deportado de los Estados Unidos, de vuelta hacia Berlín oriental, en tiempos de la "caza de brujas" anticomunista en norteamérica. En Berlín se encargó de escribir el himno de la República Democrática Alemana, pero cayó nuevamente en desgracia cuando el libreto para su ópera Johann Faustus fue leído por las autoridades como un texto que no representaba los ideales de la DDR. La ópera nunca fue terminada y Eisler murió pocos años más tarde. Dos veces estuvo nominado para obtener el Oscar a la mejor banda de sonido: en 1944, por Los verdugos también mueren de Fritz Lang (lo obtuvo Alfred Newman por Bernadette, dejando atrás, además de Eisler, a Aaron Copland por La estrella norteña y a Max Steiner por Casablanca), y un año más tarde por Un desolado corazón de Clifford Odets (lo ganó Max Steiner por Desde que te fuiste).
Lo tragicómico del asunto casi no necesita ser subrayado: la música alemana transformó la industria de Hollywood porque esos músicos fueron expulsados de Alemania; y, una vez cumplida la "revolución" en la música de Hollywood, los Estados Unidos se encargaron de expulsarlos nuevamente. Así, perseguidos a veces por ser comunistas, otras veces por no serlo lo suficiente, y casi siempre por ser judíos, la historia de muchos de los grandes músicos del siglo pasado es también un repaso por las innumerables variantes de la estupidez humana. Hace poco, un sitio de noticias apócrifas resumió la sensación en pocas palabras: "Científicos hallan un planeta profundamente preocupado por la posibilidad de que se descubra que es apto para la vida humana".
Ayer, en Berlín, Daniel Hope terminó la presentación de su libro interpretando su propio arreglo de "Kaddish", una de las Melodías hebreas que Maurice Ravel escribió en 1914. Afuera empezaban las primeras nevadas del año.
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