sábado, 13 de diciembre de 2025

unterm Schwanz

Será porque las mudanzas siempre remueven la memoria. En estos días, me encontré repasando las listas de momentos memorables vividos en recitales de Bob Dylan aquí, allá y en todas partes (más de una docena de shows en dos continentes, cuatro países, ocho ciudades) y estaba seguro de haber olvidado uno. No podía decir cuál era, pero sabía que era uno de esos momentos en los que de pronto, al reconocer cuál era el tema que se estaba desplegando ahí adelante, me asaltaba la certeza de estar ante un momento musical irrepetible. Recordaba esa emoción con "This Wheel's On Fire", con "Visions of Johanna", más recientemente con "When I Paint My Masterpiece" (casi me puse a llorar cuando escuché la voz de Dylan plantarse sobre un acorde en el piano con ese Oh, the streets of Rome...) Pero sabía que me estaba olvidando de un momento así y, conociendo mi proclividad a perderme en minucias como esa (defecto que se convierte en ventaja cuando uno trabaja en la edición de textos medievales conservados en manuscrítos perdidos en viejas bibliotecas europeas), iba a tener que dedicarle mucho tiempo a recordarlo.

Así que aquí estoy.

Lo recordé.

Y, como siempre, es una serie de casualidades la que me ayudó a resolver el problema. Caminaba bajo la nieve con los auriculares debajo de la capucha escuchando un recital de Paul Robeson en la época de entreguerras (alguien observó hace poco que ya no estamos en la posguerra, sino en un nuevo "entreguerras" y un frío me recorrió la espalda). Cuando llegó "The Lonesome Road" me llamaron la atención una serie de versos que me recordaban una de mis canciones favoritas de uno de mis discos favoritos de Bob Dylan. Unos días más tarde, alguien posteó un video de Bob Dylan cantando una de mis canciones favoritas de uno de mis discos favoritos. En esa versión, además de confirmar las referencias a esos versos (¡y a la música!) de "The Lonesome Road", también noté que Dylan cantaba todos las estrofas de la canción en sucesión y omitía el estribillo, que sólo llegó al final, una única y lapidaria vez.

Y ahí recordé.

Ese detalle, el estribillo que se demoraba para aparecer como coda y apoteosis de la canción, ya me había sorprendido aquella vez, hace tantos años, cuando en una noche brumosa de noviembre de 2011, en Hannover, Bob Dylan cantó "Sugar Baby", para mi fascinación y sorpresa.

Ahora esa sensación regresaba, justo cuando estaba listo para darme por vencido. Como si la canción me reprochara con ese extraordinario reproche pasivo-agresivo que es marca registrada de Dylan en modo "amante despechado":

you went years without me; might as well keep going now.

El sonido de la banda en el acorde final de la canción en la versión de estudio es otro gran acierto de ese productor genial que es Jack Frost (guiño), y que parece conocer mejor que nadie el sonido que Dylan quiere lograr en el estudio (guiño guiño).

Misión cumplida, recuerdo desbloqueado. Y entonces otros recuerdos aprovechan la apertura de las compuertas y salen a pasear. Recordé, por ejemplo, que  el punto de encuentro más habitual en Hannover es la estatua ecuestre del rey Ernst-August I. "Nos vemos unterm Schwanz", dicen los locales, aludiendo a la cola del caballo, a la que es escultor parece haberle dedicado una atención desmedida.

viernes, 27 de junio de 2025

El maravilloso señor Zimmermann


Ya habrá tiempo de explicar con más detalle los acontecimientos que mantuvieron este blog desactualizado (nacimientos, muertes, tratamientos médicos, viajes), pero me apresuro a abordar sin tantas explicaciones el acontecimiento que motiva este regreso: y es que pasaron ya meses desde el estreno de A Complete Unknown en salas de todo el planeta (ya está incluso disponible en algunas plataformas de streaming, si bien por ahora sólo para alquiler) y me parecía importante dejar aquí algunas impresiones, habida cuenta de que este es uno de esos tantos puestos ambulantes en los que los "self-ordained professors" dylanitas usamos nuestras plumas virtuales para distribuir los panes y los peces que el maestro multiplica regularmente en los escenarios del mundo. (Y, a propósito: había pensado originalmente en actualizar esos rankings de grandes momentos dylanianos vividos en primera persona, habida cuenta de que esas listas fueron confeccionadas más de una década atrás, y tantas cosas pasaron desde entonces... Ah, but I was so much older then; I'm younger than that now. Así que otra vez será, pero será pronto.)

Y entonces: aquí llega otra película que toma prestado un verso de "Like a Rolling Stone" para su título (allí está la fundamental mirada de Scorsese al archivo musical americano en No Direction Home). Y ya que estamos, no estaría mal un artículo compilando todas las acusaciones de plagio que Dylan recibió todos estos años, con el inevitable título Everything He Could Steal), pero en este caso sin aspirar a ser una mirada documental, aunque sí documentada. A Complete Unknown cuenta la historia que todos conocemos, pero, por si fuera necesario (y siempre es necesario, o al menos así pensaba y así sigo pensando), nos recuerda que lo importante, más que la historia, es cómo se cuenta esa historia. Y la verdad es que entré al cine pensando que la película no me iba a gustar (dispuesto a gritarle "Judas!" al James Mangold que aplaudí de pie en Logan), pero salí feliz de haber pasado un par de horas en compañía de completos desconocidos, en un cine de Gotemburgo. Pocos, eso sí, porque por diversas cuestiones recién alcancé a ir a la última función antes de que la película bajara de cartel.

Y empiezo por todo lo que precedía a la película: los mensajes de Dylan bromeando con que él iba a protagonizar una película basada en la vida de Timothée Chalamet, a ver qué le parecía al jovencito (How does it feel?, debería llamarse). Esa fue, para mí, al menos, la primera gran señal. Desde Call Me By Your Name, el joven TC se convirtió en una garantía de calidad (y ahora que "Gotta Serve Somebody" volvió a integrar regularmente las setlists de Dylan, no estaría mal resaltar ese you can call me Timmy en la última estrofa). No vi todas las películas que protagonizó TC, pero sólo ese antecedente bastaba para predisponerme bien. De modo que el tandem Mangold + Chalamet era prometedor. Lo era también la decisión de la película de limitarse a un momento específico de la biografía de Dylan (un Dylan, dicho sea de paso, que también había dedicado un encomio al libro en el que se basa el guión, Dylan Goes Electric de Elijah Wald).

Así que todo parecía prometedor. ¿Por qué, entonces, mi reticencia? Bueno, lo dicho: el mito de origen es el que ya todos conocemos y lo más probable es que aquellos ya iniciados en los misterios encontremos un poco desabridos los bocados pensados para un público amplio, compuesto en su mayoría de no-iniciados. Eso, sumado al decálogo hollywoodense de las biopics musicales que en los últimos tiempos proliferan en las pantallas y al que, a juzgar por los trailers, A Complete Unknown parecía plegarse.

Pero no. O sí, pero con una justificación: esos decálogos, esas instrucciones de IKEA para armar la película acaso no deslumbrante pero sí funcional, existen por algo. No como las órdenes secretas de una camarilla de hombres oscuros de trajes ídem, sino como el sedimento de generaciones de artistas que van moldeando una obra que aparece cada vez con un aspecto diverso, pero alimentada de una misma raíz, de un mismo depósito de experiencias estéticas, tanto fallidas como exitosas, incomprendidas, mal comprendidas o todo eso a la vez.

Dicho de otro modo: sí, A Complete Unknown es una película convencional. Y está muy bien. Es el ying de ese yang que fue I'm Not There, que creí que me había gustado más y que ahora, mientras estaba por escribir precisamente eso, descubro que no, que son películas que habría que ver juntas, como si una fuera la versión acústica y la otra la eléctrica. Y el que quiera, que agregue también Masked & Anonymous y complete una trilogía dylanita, que en realidad debería ser tetralogía, incluyendo también Inside Llewyn Davis de los Coen.

Pero ahora, más que películas, el ruido parece haberse trasladado a las series, y la principal sensación que me dejó A Complete Unknown es la de ser la versión cinematográfica de la serie The Marvelous Mrs. Maisel. O, al menos, la sensación de que la serie, ese tono, ese acercamiento al personaje central y a la galería maravillosa de personas y personajes que le rodean, fue el modelo para esta versión de Dylan "in the movies". Porque la Sra. Maisel era una versión de Lenny Bruce (otra vez Dylan) y la aparición de Lenny Bruce en la serie introduce una suerte de juego: lo que Midge Maisel descubre en ese ángel guardián es similar a lo que el joven Bob intercambia con Woody Guthrie en el hospital de Nueva York: uno aprende a ser uno mismo en el proceso de mirarse en el espejo de otro. Y el director/narrador nos hace mirar hacia un punto para contarnos lo que está pasando del otro lado, allí donde en realidad estamos mirando, si bien a través de un espejo y de manera oscura.

A Complete Unknown refuerza esa idea de que Dylan, con toda esa larga lista de etiquetas que se le adosaron a través de las décadas (poeta, profeta, artista folk, rock, pop, punk!),  cultivó toda su vida una pose de comediante stand-up que, sigilosamente, atraviesa toda su carrera, desde los 60s a estos 20s. Y ahora, después de habernos ofrecido ese manifiesto que es "I Contain Multitudes" o ese otro que es "Key West (Philosopher Pirate)", Dylan vuelve a los 60s con ese totem que es "Murder Most Foul", como si el artista de hoy hubiese alcanzado esa mirada tralfamadoriana que elige, de todos los acontecimientos que suceden a la vez en la acuarela del tiempo, ese punto del pasado en el que él dio sus primeros pasos. Su voz nos llega desde la estación de radio pirata que se menciona en "Key West", y allí otro mito de origen: "Twelve years old and they put me in a suit / forced me to marry a prostitute".

Para después tomar carrera una vez más con ese verso magnifico, que contiene la promesa de que la transformación constante es un camino del que ya no es posible apartarse:

That's my story, but not where it ends.

Hasta la próxima.

martes, 19 de julio de 2022

Orfeo en las pampas


Mi abuelo solía contarme la historia de un violinista perdido en la selva, que de pronto se encontraba frente a un puma hambriento. Perdido por perdido, el violinista se despedía del mundo tocando una melodía de Bach (el relato de mi abuelo no especificaba al autor de la melodía, pero yo siempre imaginaba que lo que sonaba era algún movimiento de las partitas) y el puma, embelesado, se quedaba escuchando con atención. Emocionado, el puma se alejaba y el violinista recuperaba el aliento y seguía su camino. Al rato, dos pumas aparecían ante él, que volvía a tomar su violín y repetía el número. Los dos pumas se balanceaban al ritmo de la música y, cuando concluía la pieza, se alejaban. El violinista seguía caminando hasta que tres pumas le cortaban el paso. Otra vez: violín al hombro y a encantar a las fieras. Los pumas disfrutaban mansamente de la música, hasta que un cuarto puma, más viejo que los otros tres, saltaba sobre el violinista y lo devoraba. Los tres pumas se miraban y uno decía: "Vámonos, muchachos, que el sordo nos arruinó el concierto".

Hoy recordé la historia (que mi bisabuelo le había contado a mi abuelo, como parte de la tradición oral de relatos familiares) mientras revisaba versiones del mito de Orfeo y me encontraba con un epigrama de Marcial en el que el poeta describe una curiosa dramatización del sangriento final del poeta tracio:

Adfuit inmixtum pecori genus omne ferarum
et supra uatem multa pependit auis,

ipse sed ingrato iacuit laceratus ab urso.

Haec tantum res est facta par' historían.

[A su alrededor, todo tipo de bestias salvajes se mezclaban con animales domésticos, y muchas aves estaban suspendidas sobre el bardo. Él, en cambio, yacía despedazado por un oso desagradecido. Sólo esto último se hizo por fuera del mito.]

Me llamó la atención la aclaración final de Marcial, reconociendo (en griego) que la representación era fiel al mito, a excepción del detalle del oso (en el breve epigrama que sigue a este, Marcial incorpora el relato de una osa que habría despedazado a Orfeo, enviada desde el más allá por Eurídice –en una curiosa inversión del mito, no es Orfeo el que quiere recuperar a Eurídice en el mundo de los vivos, sino Eurídice la que quiere apresurar el reencuentro con su esposo, en el mundo de los muertos.)

Más me llamó la atención la extensa bibliografía secundaria que discute algunos detalles de los versos de Marcial: ¿se trataba de un oso o de una osa? (Respuesta: no importa, la variación de género al referirse a animales no es rara en la poesía latina) ¿Cómo se representaba la escena pastoral en el teatro? ¿Las aves estaban pintadas en un lienzo o pájaros muertos pendían de hilos invisibles sobre la escena? (Respuesta: no importa, pero si les da curiosidad, busquen en Room to Dream cómo fue que David Lynch se las ingenió para filmar la escena final de Blue Velvet). Lo inesperado del final, ¿se refiere a que había un oso verdadero que mató al actor que interpretaba a Orfeo, o al hecho de que un actor disfrazado de oso fuera el que despedazaba a Orfeo, en lugar de las Ménades, como en las versiones clásicas del mito? (Respuesta: lo segundo; el espectáculo al que se refiere Marcial no sería otra cosa que una versión en clave órfica de la damnatio ad bestias romana.)

Pero más allá de esas eruditas discusiones, la pregunta que todavía me da vueltas en la cabeza es otra: ¿cómo llegó un epigrama de Marcial a convertirse en un chiste contado en General Alvear, provincia de Buenos Aires, por varias generaciones de inmigrantes irlandeses?

viernes, 17 de junio de 2022

"He turned around and he slowly walked away"

Ya habrá tiempo de comentar todo lo sucedido entre la última entrada y esta. Pero no quería dejar pasar más tiempo sin anotar rápidamente lo que recuerdo del sueño que tuve anoche, porque ya se sabe lo frágil que es la memoria de esas imágenes que, en el momento, parecen detener el tiempo pero que, al final, como todas, se debilita hasta desaparecer completamente. Quiero decir que ya van varias situaciones muy particulares que me toca vivir en los sueños y que creo inolvidables y que, antes de la primera taza de café, se esfuman para siempre. (Me consuela, en esos casos, la seguridad de que otras imágenes vendrán a reemplazar a aquellas, tan imprevistas como las que, con igual imprevisión, desaparecieron).

En este caso, estaba con varios amigos trabajando en la redacción de una revista que, por alguna razón, estaba ubicada en el Dakota Building. John Lennon estaba con nosotros, rasgando algunos acordes en la guitarra, tarareando melodías desconocidas (o al menos irreconocibles para mí) y actuando un poco como pelmazo, criticando casi todo lo que hacíamos. Pero era Lennon y le perdonábamos cualquier cosa. Cada tanto, deteníamos lo que estábamos haciendo para mirarlo y escucharlo con absoluta devoción. Él parecía enfrascado en sus cosas y no se interesaba demasiado por nuestra revista.

De pronto, mientras revisaba unas pruebas de imprenta de nuestro próximo número, caía en la cuenta de que era 7 de diciembre. Apartaba a algunos de mis amigos y, en voz muy baja, les comentaba: "¡Hoy es 7 de diciembre! ¿Se dan cuenta? ¡Mañana lo van a matar!" Como se saben estas cosas en los sueños, yo sabía no sólo que al día siguiente Mark Chapman iba a matar a Lennon, sino que también sabía que no había absolutamente nada que pudiéramos hacer para evitarlo. Así eran las cosas.

"¿Qué hacemos?" preguntaban mis amigos y me miraban como si yo pudiera dar alguna respuesta (supongo que, tratándose de mi sueño, no les faltaba razón). El tiempo se detuvo aún un poco más; yo miré a Lennon, que tocaba su guitarra vestido de blanco. Muy emocionado, les dije a mis amigos: "Disfrutemos que podemos pasar todo el día de hoy con él. Cantemos con él, escuchemos todo lo que nos diga y llevemos ese recuerdo con nosotros, todo lo que podamos."

Me desperté y me sacudí la fina capa de melancolía que me había dejado el sueño.

Roll on, John.


miércoles, 11 de enero de 2017

bitácora de lectura


Hace tres meses, en medio de un viaje a Transilvania (menciono el destino simplemente porque no quiero desaprovechar la oportunidad de comenzar una entrada en el blog con la frase "Hace tres meses, en medio de un viaje a Transilvania...") comencé un pequeño experimento que consiste en dejar registro de mis lecturas en la red social Grandes Libros. En realidad, confieso que hice algo de trampa: no comenté ahí absolutamente todo lo que leí. Y no me refiero al hecho de que, por cuestiones laborales, tengo que leer publicaciones científicas a las que no les cabe la adjudicación de estrellitas, sino que simplemente algunos libros no me gustan. Y, salvo en aquellos casos en los que las razones por las que no disfruto el libro me parecen dignas de ser compartidas para, eventualmente, discutir alguna cuestión que trasciende el dato irrelevante de que a mí, personalmente, no me haya gustado un libro, me parece mucho más interesante compartir lo que se disfruta que contribuir al ya caudaloso torrente de aguas contaminadas de las redes. Aunque, pensándolo bien, semejante celo parece un tanto excesivo y no habría nada de malo en simplemente dejar constancia de las cosas que a mí, personalmente, no terminan de convencerme en un libro.

En cualquier caso, aquí van las doce reseñas publicadas en estos meses, entre el 9 de octubre y el 9 de enero. Cada una lleva un breve título, y la extensión no supera los 500 caracteres habilitados por la aplicación. Los datos de cada libro aparecen al final de la reseña, entre paréntesis.


el árbol de la vida. Con Leñador, Mike Wilson opera un pequeño milagro y crea para el lector algo que es a la vez un desafío y una ofrenda. Un microrrelato de 500 páginas; una variante pagana y terrestre de la atmósfera marítima y bíblica de Moby Dick; una enciclopedia privada que revela hasta qué punto la historia de un hombre es apenas una leve brisa en el torrente de la naturaleza. Uno de esos raros fenómenos literarios en los que una gran novela está a la altura de la ambición de su autor. ✪✪✪✪✪
(Leñador de Mike Wilson, Fiordo 2016)

París y el oído. Circunstancias de la vida académica me llevaron a comprar París y el odio intrigado por la premisa. Terminé maravillado con otras cosas: la estructura de la novela, con sus historias aparentemente distantes pero marchando indefectiblemente al estallido final (recordé The end of the world news de Burgess), y muy especialmente la cadencia de la escritura, una música que continúa sonando aun después de haber terminado la lectura. ✪✪✪✪
(París y el odio de Matías Alinovi, Entropía 2016)

una quijotada. "Ahora que empiezo a ingresar en el centro de mi relato"... escribe el narrador en la página 529, poco antes del final. Difícil juzgar al libro: es genial en esos chispazos en los que deliberadamente hace volar por el aire las convenciones (elipsis caprichosas, apariciones ex machina), pero la sensación general (la mía, se entiende) es la de una obra fallida. Aunque, en rigor, ese es precisamente el tema de la novela: una gesta, épica y ridícula a la vez, en busca de algo que se sabe imposible. ✪✪
(El absoluto de Daniel Guebel, Random House 2016)

fin de semana salvaje. Dos cosas me impactaron en este libro. En primer lugar, las palabras haciendo equilibrio entre la desnudez salvaje de la naturaleza y la no menos salvaje deriva de los pensamientos de los protagonistas. Y sobre todo: la sensación de ambigüedad que envuelve al lector (a mí, al menos) incapaz de decidir si lo que se está leyendo es una alegoría de alguna otra cosa, más urgente y también más inasible, o si simplemente se relata lo único verdaderamente existente, un disparo gratuito y sin sentido. ✪✪✪✪
(Las carnes se asan al aire libre de Oscar Taborda, Mardulce 2016)

la educación sentimental. Las novelas de Bolaño suelen tener un centro de gravedad, una escena que conjuga misterio y poesía y que transforma de un golpe la percepción de los personajes y de la historia. En este caso, la escena transcurre en una escalera, de noche (casi siempre son episodios nocturnos, como la deriva alucinada de Monsieur Pain). Toda la maestría de las novelas por venir está ya anunciada en estas páginas de juventud. /// Los facsímiles incluidos al final parecen fotos tomadas en la escena de un crimen. ✪✪✪
(El espíritu de la ciencia ficción de Roberto Bolaño, Alfaguara 2016)

siete postales vienesas. Más que un libro de cuentos, Pecados menores es una novela coral, una colección de viñetas en la línea de Brecht, Weill o Brueghel. Pero ahí donde ellos describían lo decadente o incluso lo monstruoso, Eva Menasse relata lo insoportablemente cotidiano. Lo mejor del libro es el cuidado en los detalles, su capacidad para ocultar cada pecado en los pliegues de las vidas corrientes de sus personajes. A modo de contraseña, algunos de ellos tienen libros de Thomas Bernhard en sus bibliotecas. ✪✪✪
(Pecados menores de Eva Menasse, Edhasa 2010)

lujo de detalles. Cuentan que la autora era severa al referirse a este libro. Pero, salvo por un par de giros que no logran disimular el paso del tiempo, es difícil compartir ese juicio. Pantalones azules es una novela de pulso casi cinematográfico, con el habitual oído de Sara Gallardo, sutilísimo para captar las inflexiones de la voz de sus personajes. Hay, además, una profusión de pequeños detalles que hacen que las viejas calles de Buenos Aires, con sus luces y sus miserias, cobren vida ante nuestros ojos. ✪✪✪
(Pantalones azules de Sara Gallardo, Fiordo 2016)

in vino veritas. Lo genial de Black out es esto: es un libro que habla del alcohol (y sus excesos), pero no cae nunca en excesos de escritura. Ni glorificación bohemia de la curda, ni regodeo condescendiente en las propias miserias (menos aun en las ajenas). María Moreno habla de sí misma, pero a veces los recuerdos parecen funcionar como coartada para contrabandear retratos de amigos (Miguel Briante, Claudio Uriarte, Charlie Feiling). Como todo libro de memorias, Black out es una conversación con fantasmas. ✪✪✪✪
(Black out de María Moreno, Random House 2016)

suicidios ejemplares. En Koala el montaje es todo. Entre la primera y la última escena transcurren sólo unos meses, pero en su centro el relato estalla en mil pedazos. A partir de una tragedia doméstica y con apenas unos pocos gestos, con algunos nombres que nunca llegan a pronunciarse del todo, el narrador evoca su propio drama familiar, la colonización de Australia y el destino suicida de Heinrich von Kleist como episodios de una única historia acerca de la ambición y el fracaso. ✪✪✪✪
(Koala de Lukas Bärfuss, Adriana Hidalgo 2015)

una fábula de invierno. Riikka Pelo escribe con el oído apoyado en la tierra, atenta a los sonidos de los animales, del río, del viento. La música juega un papel importante, tanto en las canciones infantiles de la protagonista como en los himnos religiosos de la cerrada comunidad rural en la que transcurre la historia. Los cuerpos de tres generaciones de mujeres parecen ser el campo de batalla entre el impulso vital de un paganismo ctónico y el intento por exorcizarlo con rituales de un puritanismo inflexible. ✪✪✪✪
(La portadora del cielo de Riikka Pelo, Fiordo 2014)

la canción de la tierra. Entre la escritura de El maleficio y su publicación tuvieron lugar dos hechos que condicionan la lectura: la Segunda Guerra Mundial y la muerte del autor. Es difícil resistirse a leer está fábula rural como una alegoría del ascenso del nazismo o como un testamento, pero vale la pena hacer el intento. Broch describe un mundo en el que cada imagen, cada idea se transforma en su opuesto, replicando las fases de los ciclos naturales. Su poesía y su violencia son tan actuales como las estaciones. ✪✪✪✪✪
(El maleficio de Hermann Broch, Adriana Hidalgo 2002)

las cuentas del (R)osario. Más que cualquier otra cosa, este es un libro acerca de la posibilidad de un libro. Detrás de la solución de un enigma, de la crónica de un fracaso (familiar, generacional, nacional), de la reconstrucción de una memoria, late una pulsión literaria que aflora en los pliegues del relato: en la obsesiva corrección de los recortes periodísticos de la segunda parte, en la numeración irregular de los sueños de la tercera, en algunos guiños (Bob Dylan, Bolaño) y algunos dardos (Sábato, especialmente). ✪✪✪
(El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron, Random House 2011)

viernes, 6 de mayo de 2016

volver al futuro



Durante la charla que ofreció en el Salón Dorado del Teatro Colón el martes pasado, Brian Ferneyhough comparó la música con una máquina del tiempo: no sólo por la relación que toda obra mantiene con la temporalidad (la obra es, ella misma, tiempo, Schopenhauer dixit), sino también por el hecho de que una obra, siempre escuchada en tiempo presente, nos llega desde un pasado que está, a su vez, cargado de sus propios recuerdos. "Escribí mi tercer cuarteto en 1986, y esos treinta años que nos separan de él son hoy parte de la obra", dijo (o algo así, estoy citando de memoria). Pero hay más: en la medida en que las obras utilizan procedimientos que cargan en sí varios siglos de historia, cada obra se dispara en múltiples direcciones: un simple canon es ya, por el sólo hecho de ser un canon, un viaje al pasado. Toda tradición sería, así, una máquina del tiempo.

Pocas oportunidades mejores que la de la presentación del Cuarteto Arditti y la soprano Claron McFadden en el Teatro Colón para comprobar la teoría de Ferneyhough: en primer lugar se escucharon los cuartetos Tercero y Cuarto del compositor británico, mientras que la segunda parte estuvo dedicada al Segundo cuarteto de Arnold Schönberg. La relación entre la obra de Schönberg y el Cuarto cuarteto de Ferneyhough es explícita: una está construida sobre el modelo de la otra. La incorporación de la voz humana en ambas obras (versos de Pound reelaborados por Jackson Mac Low en un caso, dos poemas de Stefan George en el otro) es la característica común más evidente, pero el propio Ferneyhough aludió durante su conferencia a la enorme deuda que su obra mantiene con la de Schönberg.

En el notable El caso Schönberg. Nacimiento de la vanguardia musical, Esteban Buch reconstruye el estreno del Segundo cuarteto de Schönberg, un concierto realizado el 21 de diciembre de 1908 en la sala Bösendorfer de Viena y que terminó en escándalo (preanuncio del Skadalkonzert de 1913). El programa estaba integrado, además, por la Rapsodia para cuarteto con piano, op. 37 de Paul Juon y por el Cuarteto "de las arpas", op. 74 de Beethoven. Los organizadores del concierto incluyeron entre las notas del programa una reproducción de la crítica con la que había sido recibido, en 1811, el estreno de la obra de Beethoven: "inútil revoltijo de desapacibles resonancias", "escasa coherencia melódica", "oscura confusión", todo lo cual anunciaba, para la audiencia del siglo XIX, nada menos que la muerte de la música. Como apunta Buch: "En la Viena de 1908, el recordatorio del artículo de 1811 tenía una significación evidente: descalificar de antemano las críticas hostiles que el op. 10 [de Schönberg] no dejaría de provocar".

La máquina del tiempo, entonces: en el concierto del Cuarteto Arditti en el Colón el martes pasado, la pieza de Schönberg ocupaba el lugar que, hace casi un siglo, ocupaba el lugar de Beethoven cuando la obra "nueva" era la de Schönberg. Nosotros escuchamos la obra nueva y escuchamos luego esa otra con la que, a un siglo de distancia, la primera dialoga. "Siento aire de otros planetas" cantaba Claron McFadden en el final del Segundo cuarteto de Schönberg, y eso era exactamente lo que estaba ocurriendo. Como el resplandor de las estrellas distantes (también máquinas del tiempo, a su manera), el aire que llenaba la sala del Teatro Colón había sido puesto en movimiento a casi un siglo de distancia.


sábado, 23 de abril de 2016

"good night, sweet prince"



El mundo recordó hoy los 400 años de la muerte de Shakespeare, pero la cita de aquí arriba está dedicada a otra muerte, más reciente y, a su modo, no menos significativa. Pueden encontrarse reseñas acerca de la vida y obra de Prince en casi todo portal musical que se precie, así que la idea de dedicarle aquí unas líneas al "morocho de Minneapolis" (así lo presentaban en la radio cuando lo descubrí, a principios de los '90, mientras descubría tantas otras cosas al mismo tiempo) tiene más el tono de la catarsis que de la crítica. Para eso están los blogs, a fin de cuentas.

Y es que Prince fue una presencia constante en mi aprendizaje musical. Ya sonaba cuando yo todavía no sabía caminar y mi madre sintonizaba la radio, y acompañó (aunque retrospectivamente sería más apropiado decir que disparó) mi despertar hormonal cuando en los canales de música empezó a rotar el video de "Cream" y ese indeleble sanguchito con dos morochas que hoy se ven tan noventas y que entonces me parecían la representación más acabada (ejem) del deseo.

Lo que más aprecio de Prince, lo que hará que me siga acompañando probablemente hasta que ya no pueda escuchar música, es que era absolutamente imposible seguirle el ritmo. Quiero decir: ya era bastante difícil estar al día con cada nuevo disco que salía (de hecho, hay muchos discos que apenas pude escuchar una vez, y otros que todavía no escuché). Pero no era solamente un caso de sobreproductividad: incluso cuando conseguía un disco en el momento mismo de su lanzamiento, la mayoría de las veces me encontraba con un desafío, cuando no con un enigma. El caso más dramático fue cuando, todavía bajo los efectos de Diamonds and Pearls y el disco del símbolo impronunciable (creo que de ese disco llegué a conocer de memoria hasta los díalogos que servían de separadores) hicimos con mi hermana las gestiones necesarias para obtener una de las pocas copias del Black album que llegaron a Buenos Aires en 1994. No entendimos nada de nada. Por lo que a nosotros respectaba, las leyendas sobre las resonancias satánicas del disco podían ser ciertas. Al poco tiempo lo cambiamos, quién sabe por qué disco hoy justamente olvidado (el presupuesto de entonces alcanzaba para un disco al mes, y tener uno que no invitara a ser escuchado una y otra vez era un despilfarro).

Por esa época también me entretenía leyendo cómo en todas las listas de los mejores discos de todos los tiempos prácticamente no había artista que no eligiera Sign 'o' the times, que entonces me parecía razonablemente bueno, pero del que no alcanzaba a captar por qué eran tantos los que decían que les había cambiado la vida. Para mí, Prince era fundamentalmente el de "Cream", el de "Kiss", el de "Money don't matter tonight", el de "Purple rain", el de "Sexy motherfucker", el de "The Continental", el de "Little red Corvette". Y, al poco tiempo, el de "Pussy control", el de "Gold". Pasaron literalmente años (años de aprendizaje, de otras músicas, de otras experiencias) para descubrir todas esas facetas que en una primera aproximación a una obra como la de Prince pueden pasar desapercibidas. Pasaron literalmente años para que descubriera el mundo contenido en Sign 'o' the times, que ahora yo también incluiría en esa lista de indispensables.

Lo increíble de la música de Prince es que no sólo tuve que aprender a escuchar para descubrir los tesoros escondidos en su catálogo, sino que en gran medida fue precisamente su música el motor para ese aprendizaje. Cada uno tendrá seguramente sus momentos preferidos en sus cuarenta años de carrera: como guitarrista (su solo en "While my guitar gently weeps" en el tributo a Harrison, su versión incendiaria de "Whole lotta love" en Las Vegas), como nemesis de Michael Jackson hacia fines de los '80 y comienzos de los '90 (todavía hoy hay quién discute quién era Batman y quién el Guasón en esa batalla; para mi no hay dudas), como compositor de hits de otros ("Nothing compares 2U", "When you were mine"), como improbable sex symbol (¿alguien escuchó entero Hollywood Affair, con Kim Basinger?), como actor, director, productor o adaptador de la Odisea.

Por eso, si tuviera que elegir un único disco que representara lo que significa Prince para mi, elegiría Musicology. Lo conseguí apenas salió en 2004, cautivado por el tema homónimo, por la atmósfera a la vez retro y de vanguardia que era también la del video correspondiente. En estos días de duelo, junto con Sign 'o' the times, es el disco que más escucho y cada vez encuentro más cosas para seguir escuchándolo. Ya desde el título tiene una especie de impulso didáctico, de enciclopedia musical, como si en él estuviera resumida no sólo su carrera, sino la de toda una tradición, que puede ser la del R&B pero que es también mucho más. Con una primera parte para bailar y una segunda para escuchar con atención, Musicology tiene todas las facetas de Prince: la que cautivó a Miles Davis (que dijo en su Autobiografía que Prince era el Duke Ellington de nuestro tiempo) en el swing que logra con Maceo Parker en la segunda mitad del disco; la del control freak que toca todos los instrumentos para que la música suene exactamente como él quiere que suene, en (los que tal vez sean los mejores temas del álbum) "Musicology" y "What do U want me 2 do?"; el desborde que coquetea con el glam y la ópera en la suite "The marrying kind" / "If eye was the man in Ur life" / "On the couch"; el misticismo ecologista en "Dear Mr. Man" (¡una chacona!).

Mientras escribo esto estoy escuchando The Gold Experience y de pronto, al final de "Endorphinmachine", me sorprende esa voz que anuncia (en español, para incrementar la sensación de irrealidad) "Prince está muerto, Prince está muerto".

Y todavía queda tanta música por escuchar.