En 1829, Christian Dietrich Grabbe publicó en Frankfurt el drama
Don Juan und Faust, estrenado ese año en el Teatro de Detmold, en Westfalia. Cruzando los universos del
Don Giovanni de Mozart y el
Fausto de Goethe (a la manera de
Batman vs. Superman,
Alien vs. Depredador o la
Liga de hombres extraordinarios; "¿cómo no se le ocurrió a Alan Moore?", preguntarán ustedes), la obra imagina a dos personajes legendarios compitiendo por un mismo objetivo: el amor de Doña Ana. – Y hablando de coincidencias, encuentro
gracias a un artículo del amigo Thomas Ricklin que en la historia de Gerberto de Aurillac (a.k.a. Silvestre II, papa entre 999 y 1003) se cruzan ya la nigromancia, el pacto con el diablo y una estatua que habla desde el más allá. Todo tiene que ver con todo, al final, y no hay camino que no conduzca a la Edad Media.
Pero vuelvo a Grabbe: la historia tiene todos los componentes góticos que uno imagina ya a partir del título, con algunas vueltas de tuerca (no hay estatua parlante; en su lugar, hay… ¡zombies!). El comienzo es mozartiano: en Roma, Don Juan intenta conquistar a la hija del Commendatore, prometida de Don Octavio. Los mata a ambos, naturalmente, mientras Ana es raptada por Fausto, que viaja acompañado por un oscuro Caballero, y llevada prisionera a un castillo en medio de los Alpes. Don Juan intenta rescatarla, pero Fausto, gracias a sus artes nigrománticas, resucita a Don Octavio y al Commendatore para impedirlo. Mientras Don Juan y Leporello se enfrentan a los muertos vivos, Fausto intenta engualichar a Doña Ana para enamorarla, pero se le va la mano y ella muere. Atormentado por los remordimientos, Fausto se resigna a una eternidad en el infierno. El enfrentamiento final es entre Don Juan y el Caballero, dispuesto a vengar las muertes (las dos, es decir, las cuatro) de Octavio y el Commendatore. Don Juan está más pendiente de sus próximas aventuras amorosas que de las vidas que arruinó a su paso y, puesto que no tiene intenciones de arrepentirse, el Caballero lo obliga a seguir los pasos de Fausto y sufrir el castigo eterno. Esta es, en muy resumidas cuentas, la historia que imagina Grabbe, cuyo justiciero enmascarado resulta ser el mismísimo demonio.
La evocación de esta rareza (el texto completo original en alemán está disponible
aquí) se debe a que en estos días Buenos Aires fue el escenario de otro encuentro entre Fausto y Don Juan: simultáneamente, el Teatro Colón ofreció la obra de Mozart y el Teatro Avenida, con producción de Buenos Aires Lírica, el
Faust de Gounod. Las obras son, desde ya, muy distintas. En cierto modo, podría decirse que la maravillosamente elaborada pieza de Mozart y Da Ponte contrasta con lo unidimensional que por momentos parecen los personajes del libreto que Barbier y Carré imaginaron para Gounod. Pero, claro, eso ocurre en el papel. Cuando la obra cobra vida, lo que se despliega ante nuestros ojos se vuelve inesperado, no importa cuántas veces hayamos escuchado antes cada obra. Como nigromantes, los directores de las producciones son los encargados de reanimar los cuerpos en escena. – Y antes de que se enojen mis amigos cantantes: no estoy disminuyendo en nada la importancia de los intérpretes; es sólo que aquí me interesa poner la atención sobre esa visión general que da o intenta dar sentido a la totalidad de la obra.
A propósito: si alguien dudara de la importancia de esa mirada (todavía persiste cierta idea propia de la era de oro del disco, según la cual el aspecto dramático-visual de un espectáculo lírico es, en el mejor de los casos, una mera distracción y, en el peor, un obstáculo para el goce), las producciones de
Don Giovanni und
Faust de los últimos días pusieron de manifiesto por qué la dirección de escena es tan importante como la musical para que la obra cobre vida propia y no se convierta en uno de esos fallidos homúnculos que el Dr. Fausto intentaba conjurar en su laboratorio.
Me explico: una visión original (y unos intérpretes comprometidos con esa visión) hicieron de la obra de Gounod en el Avenida un espectáculo notable. Desde detalles geniales como la visión de Fausto en la primera escena (que recuerda la expresión del rostro de Tim Roth cuando Samuel L. Jackson le muestra el contenido de su maletín en la cantina de
Pulp Fiction) hasta grandes escenas de conjunto (como la impresionante y pesadillesca secuencia en la iglesia),
Faust era, en el escenario del Teatro Avenida, una obra mucho más interesante que en el papel o que en el disco. Desde ya, no sólo gracias a la producción de Pablo Maritano, sino también a la entrega del trío protagónico de Darío Schmunck, Marina Silva y Hernán Iturralde, a la orquesta dirigida por Javier Logioia Orbe, al coro y, en fin, a todos los involucrados en la apertura de temporada de Buenos Aires Lírica.
Lo contrario ocurrió en el Colón. La puesta de Emilio Sagi pareció despojar a los personajes de toda sutileza para transformarlos en criaturas unidimiensionales. Como si se confiara en que la obra se bastara a sí misma, o pudiera sostenerse únicamente gracias a los cantantes. Y al respecto: en diversas reseñas se criticó lo heterogéneo del elenco, con algunos puntos muy altos (el Don Giovanni de Erwin Schrott, fundamentalmente) y otros muy por debajo de lo que podía esperarse. Pero insisto en que, independientemente de la capacidad de los cantantes, la obra se resiente si no hay una visión de conjunto que pueda poner el esfuerzo de cada uno de ellos en un marco más amplio, en un "relato" (digamos) que otorgue sentido a la obra. Allí precisamente estaba la mayor carencia de este
Don Giovanni: los personajes eran caricaturas que hacían sus movimientos en el vacío. No es que no hubiera ideas; es que esas ideas (el marco de un espejo acusador, comensales que ignoran que son el plato principal de la comida) aparecían y desaparecían más como notas al pie que como ejes del drama.
Los personajes, entonces: es curioso cómo en dos obras que llevan el nombre de sus respectivos "héroes" (las comillas son deliberadas), son finalmente las heroínas las que cargan el peso de la acción. Si Grabbe escribió
Don Juan und Faust en el siglo XIX, hoy estaríamos más cerca de escribir un
Doña Elvira y Margarita. Acerca de la importancia de Doña Elvira en el
Don Giovanni mozartiano, me remito a los textos del compañero Kierkegaard que alguna vez publicamos en
51-9-10, la revista del Teatro Argentino de La Plata. En cuanto a Margarita, es conocida la anécdota según la cual algunos teatros alemanes presentan la ópera de Gounod con título femenino, supuestamente para subrayar el abismo que separa los valses de la ópera francesa de las brumas sapienciales de Goethe.
En cualquier caso, no sería la primera vez en que un nombre lanzado como invectiva es orgullosamente recuperado por la víctima como afirmación de una identidad. De modo que no está nada mal, al fin de cuentas, llamar
Margarita al
Fausto de Gounod. Es su tragedia la que presenciamos, no la de un Fausto que, cuando la obra termina, continuará junto a Mefistófeles sus aventuras por tabernas, aquelarres y viajes en el tiempo. Un Fausto que, al ver a Margarita en su celda, deja caer, cínicamente, un "¡Mató a su propio hijo!", como si ese hijo no fuera también el suyo. Una Margarita que tuvo que soportar que su hermano empleara su último aliento para maldecirla en base a una curiosa concepción del honor. O una sociedad que la hostiga cuando descubre en su vientre la marca de la violencia, y luego la condena a muerte por haber canalizado todo ese desprecio para dirigirlo contra ese hijo, contra sí misma. Que un compositor profundamente católico como Gounod haya decidido concluir su obra con el perdón celeste a esa madre infanticida no es el menor de los prodigios de la obra. Acaso allí se cruzan también Don Juan
und Faust: en la gracia como tema, como misterio.
En cuanto a
Don Giovanni, es claro que el personaje del título es el que ejerce la seducción sobre el público, del mismo modo en que el Guasón es siempre el polo magnético de todo Batman que se precie. Pero al fin de cuentas, la historia cuenta su perdición, y no importa cuán cuestionable sea el Batman de turno, en última instancia deberíamos desear que triunfe, aunque secretamente disfrutemos de cada golpe o risotada del villano. Digo esto porque en la producción del Colón los personajes parecían juzgados de antemano: rodeado de cínicos o estúpidos, Don Juan parecía ser castigado no por su mal comportamiento (violación, asesinato, abuso de autoridad), sino por su despreocupada autonomía. Desde ya, es una lectura posible de la obra. Pero exagerar los aspectos negativos de los supuestos héroes de la historia (el trío "noble" de Ana, Octavio y Elvira) le quita todo interés a una obra en la que ya desde el inicio se nos induce a tomar partido. El final de
Don Giovanni es mucho menos interesante sin ese ligero malestar que provoca descubrir de pronto, como en una ráfaga, que debajo de un halo de nobleza se esconden también los monstruos. Si los monstruos están ya desde el comienzo, no hay drama posible; apenas una suma algebraica de arias y conjuntos, un tren fantasma.