Una de las primeras cosas que hice al llegar a Italia fue fracturarme una mano. El procedimiento fue relativamente sencillo: zambullirme en un mar irresistiblemente límpido, aunque movido, en una hermosa bahía flanqueada por dos acantilados. La sensación de dejarse arrastrar por las olas es maravillosa, excepto cuando el lugar al que uno es arrastrado es una pared de rocas afiladas por varios siglos de erosión marina.
Al fin de cuentas, sin embargo, el accidente resultó afortunado. Y no por el hecho de que la fractura se produjo en la mano izquierda y no en el cráneo –como razonó mi madre al conocer la noticia–, sino porque descubrí que una fractura, cuando uno se encuentra en el otro lado del mundo, rodeado de gente desconocida que habla otra lengua y se comporta según sus propios usos y costumbres, es una extraordinaria ayuda para comenzar una conversación. Si el interlocutor es lo suficientemente sensible, hasta es posible que interprete el infortunio como una muestra más de la brutalidad con la que Europa recibe a los inmigrantes y busque demostrar que no todos los italianos tratan a los extracomunitarios de la manera en la que me trató el Mar Adriático.
Por no hablar, dese ya, de las ventajas que tiene dirigirse a un público de calificados profesores y alumnos de Alemania, Holanda, Inglaterra, Bélgica, Francia e Italia con una mano enyesada. Lo que los manuales de retórica definen como captatio benevolentiae, el recurso de un orador para asegurarse la buena predisposición del público, ya estaba cumplido de antemano. O, en mi caso, de antebrazo.
Lo que no me esperaba era un extraño efecto colateral de índole administrativa. Ocurre que el 25 de septiembre pasado era el día en que las autoridades de la Cuestura de Lecce me esperaban para tomar mis huellas dactilares. La idea es que todos los extranjeros que van a pasar más de tres meses en suelo italiano deben tramitar un documento en el que constan sus datos y señas personales. Todos esos datos se cargan en una computadora, gracias a un moderno programa diseñado para tales efectos.
Y yo estaba a punto de descubrir una falla en el sistema.
Me recibió Angelo, el responsable de cargar los datos en la computadora y capturar las impresiones digitales mediante un scanner cuyo diseño estaba inspirado en una cruza entre La naranja mecánica y El nombre de la rosa. Me miró con detenimiento, me saludó con amabilidad y, con un grito, llamó a su superior:
-¡Peppino! ¿Cómo cazzo le tomo las huellas digitales a un tipo que viene enyesado?
Peppino –yo lo voy a llamar Giuseppe porque un Peppino uniformado no califica como figura de autoridad– no estaba de buen humor. Se limitó a decirle a Angelo que mirara con atención la pantalla de su computadora, en la que había un botón que permitía dejar constancia de cualquier tipo de anomalía en el masculino suprascripto, o sea yo.
-Acá está, pero no me deja escribir “enyesado”. Tengo que elegir una de las opciones preconfiguradas...
-Bueno, buscá “enyesado” y listo.
El Oficial Giuseppe dio por terminado su desempeño como soporte técnico y desapareció por una puerta lateral. Angelo empezó a buscar en el menú de opciones:
-A ver: “Amputación”... no. “Carencia de la oreja izquierda”... no. “Hemiplegia”... no. “Gigantismo”... no. “Tatuajes”... no.
-Bueno, un tatuaje tengo. Si sirve para algo...
Estaba claro que todas las opciones remitían a una circunstancia permanente, y el yeso claramente no lo era. Ofrecí volver en un par de semanas, con las dos manos libres, pero no hubo caso. Las autoridades italianas querían solucionar el asunto ese mismo día, supongo que para poder dedicarse, acto seguido, a cuestiones de mayor importancia.
La solución llegó a los pocos minutos. El oficial Peppino volvió a ingresar en el recito con toda la gravedad del caso y, dirigiéndose al pobre Angelo –que a esta altura ya jugueteaba nervioso con un cigarrillo entre los dedos– le ordenó:
-Hacé click en “Amputación”.
Angelo me miró. Sus ojos parecían resignados a aceptar la férrea lógica de la autoridad: lo más sencillo era, en vez de pretender que un complejo sistema informático se adaptara a mi ínfimo problema doméstico, ajustarme yo mismo a los parámetros del sistema. Había que cortar por lo sano. Off with his hand.
Pero no. Ocurre que, haciendo click en amputación se habría otro menú en el que era posible dejar constancia de que, temporalmente, el masculino suprascripto, o sea yo, no disponía de los dedos III, IV y V de la mano izquierda. Luego, en un campo despejado a esos efectos, se dejaba constancia de que dicha incapacidad se debía a un yeso.
Nada grave, salvo por el curioso hecho de que, para la policía italiana y su complejo sistema informático, tengo, temporalmente, una amputación de tres dedos de la mano izquierda.
Archívese.
Al fin de cuentas, sin embargo, el accidente resultó afortunado. Y no por el hecho de que la fractura se produjo en la mano izquierda y no en el cráneo –como razonó mi madre al conocer la noticia–, sino porque descubrí que una fractura, cuando uno se encuentra en el otro lado del mundo, rodeado de gente desconocida que habla otra lengua y se comporta según sus propios usos y costumbres, es una extraordinaria ayuda para comenzar una conversación. Si el interlocutor es lo suficientemente sensible, hasta es posible que interprete el infortunio como una muestra más de la brutalidad con la que Europa recibe a los inmigrantes y busque demostrar que no todos los italianos tratan a los extracomunitarios de la manera en la que me trató el Mar Adriático.
Por no hablar, dese ya, de las ventajas que tiene dirigirse a un público de calificados profesores y alumnos de Alemania, Holanda, Inglaterra, Bélgica, Francia e Italia con una mano enyesada. Lo que los manuales de retórica definen como captatio benevolentiae, el recurso de un orador para asegurarse la buena predisposición del público, ya estaba cumplido de antemano. O, en mi caso, de antebrazo.
Lo que no me esperaba era un extraño efecto colateral de índole administrativa. Ocurre que el 25 de septiembre pasado era el día en que las autoridades de la Cuestura de Lecce me esperaban para tomar mis huellas dactilares. La idea es que todos los extranjeros que van a pasar más de tres meses en suelo italiano deben tramitar un documento en el que constan sus datos y señas personales. Todos esos datos se cargan en una computadora, gracias a un moderno programa diseñado para tales efectos.
Y yo estaba a punto de descubrir una falla en el sistema.
Me recibió Angelo, el responsable de cargar los datos en la computadora y capturar las impresiones digitales mediante un scanner cuyo diseño estaba inspirado en una cruza entre La naranja mecánica y El nombre de la rosa. Me miró con detenimiento, me saludó con amabilidad y, con un grito, llamó a su superior:
-¡Peppino! ¿Cómo cazzo le tomo las huellas digitales a un tipo que viene enyesado?
Peppino –yo lo voy a llamar Giuseppe porque un Peppino uniformado no califica como figura de autoridad– no estaba de buen humor. Se limitó a decirle a Angelo que mirara con atención la pantalla de su computadora, en la que había un botón que permitía dejar constancia de cualquier tipo de anomalía en el masculino suprascripto, o sea yo.
-Acá está, pero no me deja escribir “enyesado”. Tengo que elegir una de las opciones preconfiguradas...
-Bueno, buscá “enyesado” y listo.
El Oficial Giuseppe dio por terminado su desempeño como soporte técnico y desapareció por una puerta lateral. Angelo empezó a buscar en el menú de opciones:
-A ver: “Amputación”... no. “Carencia de la oreja izquierda”... no. “Hemiplegia”... no. “Gigantismo”... no. “Tatuajes”... no.
-Bueno, un tatuaje tengo. Si sirve para algo...
Estaba claro que todas las opciones remitían a una circunstancia permanente, y el yeso claramente no lo era. Ofrecí volver en un par de semanas, con las dos manos libres, pero no hubo caso. Las autoridades italianas querían solucionar el asunto ese mismo día, supongo que para poder dedicarse, acto seguido, a cuestiones de mayor importancia.
La solución llegó a los pocos minutos. El oficial Peppino volvió a ingresar en el recito con toda la gravedad del caso y, dirigiéndose al pobre Angelo –que a esta altura ya jugueteaba nervioso con un cigarrillo entre los dedos– le ordenó:
-Hacé click en “Amputación”.
Angelo me miró. Sus ojos parecían resignados a aceptar la férrea lógica de la autoridad: lo más sencillo era, en vez de pretender que un complejo sistema informático se adaptara a mi ínfimo problema doméstico, ajustarme yo mismo a los parámetros del sistema. Había que cortar por lo sano. Off with his hand.
Pero no. Ocurre que, haciendo click en amputación se habría otro menú en el que era posible dejar constancia de que, temporalmente, el masculino suprascripto, o sea yo, no disponía de los dedos III, IV y V de la mano izquierda. Luego, en un campo despejado a esos efectos, se dejaba constancia de que dicha incapacidad se debía a un yeso.
Nada grave, salvo por el curioso hecho de que, para la policía italiana y su complejo sistema informático, tengo, temporalmente, una amputación de tres dedos de la mano izquierda.
Archívese.