Eso es lo que pasa con los paréntesis: uno los abre y ya no sabe cuándo podrá cerrarlos. Apenas publiqué la entrada anterior, me enteré de las muertes de Richard Wright y David Foster Wallace. Es muy difícil precisar exactamente en qué medida uno se ve afectado por la muerte de artistas a los que uno aprecia, admira, respeta, o el verbo que cada uno prefiera.
En el caso de DFW, por ejemplo, cuando leí que su esposa lo había encontrado ahorcado al llegar a su casa el viernes, pensé: "¡Hey! ¿Cómo es eso? ¿Wallace estaba casado?" Lo del suicidio, bueno... no puede decirse que haya sido realmente una sorpresa. Pero, ¿casado? Eso no me lo esperaba... Es como si uno no pudiera imaginar al tipo que escribió Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer con una plácida vida familiar en el valle de California. O sí, ¿por qué no? En cualquier caso, el título de ese libro de ensayos extraordinarios podría ser el encabezado de su necrológica, o el acápite irónico de su nota suicida. Y, evidentemente, DFW no era un fan de Lost, como queda demostrado por el hecho de haber decidido acabar con su vida antes de saber cómo termina el asunto de la isla y todo eso. A menos que alguien le haya adelantado el final de la serie. Malas noticias, en ese caso...
Lo primero que leí de Wallace, después de haber registrado los elogios de Rodrigo Fresán y otras voces autorizadas, fue este artículo sobre Roger Federer que escribió para el New York Times. Lo que entonces capturó mi atención fue la capacidad de observación de su autor, la manera de convertir la minuciosidad y el rigor casi entomológico de la descripción de un saque en una poderosa obra de arte. Esto suena casi a lugar común, pero no es tan común que el virtuosismo en el manejo del lenguaje trascienda sus propios límites y desborde y salpique a todas esas personas que se habían acercado a la piscina para disfrutar de un día tranquilo y de pronto sienten cómo unos tentáculos los arrastran hacia el fondo. Pensar en DFW como la lente de aumento de esos microscopios electrónicos que les sacan fotografías exhuberantes y coloridas y de un erotismo invertebrado a los insectos que se esconden en los pliegues de las sábanas de una cama que de pronto resulta no estar tan vacía como creíamos. O sea: leyendo la prosa extraordinaria de DFW al hablar de Roger Federer uno admira la genialidad de Roger Federer. Y en eso reside la genialidad de David Foster Wallace.
En ese artículo, DFW alude a los que él llama "momentos Federer", esos instantes en los que, "al ver jugar al suizo, la mandíbula cae y los ojos se salen de sus órbitas (...) al comprender la imposibilidad de lo que uno acaba de verlo hacer". Así que yo propongo aquí que se hable, también, de "momentos Wallace", momentos en los que uno levanta la vista del papel o de la pantalla y sacude la cabeza en un gesto que puede ser de incredulidad o de asombro o, la mayoría de las veces, las dos cosas al mismo tiempo. Vean, si no, este "momento Wallace", que Rodrigo Fresán rescata en su contratapa de hoy:
Ahí está lo que Wallace escribió sobre los relatos de Kafka en Hablemos de langostas. Los definió como “una especie de puerta” y nos propuso “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia afuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos”.
E inmediatamente después, empiezan a sonar los primeros acordes de los teclados de Richard Wright, que para estas horas ya debe haber organizado The Great Gig in the Sky.
Cierro paréntesis.
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