Los suben al micro temprano.
Hay sonrisas, alguna broma soez, un gesto obsceno y risotadas de esas que obligan a llevarse por lo menos una mano a la barriga, mientras la cabeza se inclina hacia atrás, como si esperara algo del cielo, o quisiera evitar que algo valioso, algo vivo, se pudiera escapar por la boca, la salida bloqueada por el dique hermético de las carcajadas. Y hay música, claro. Mucha música.
Música a todo volumen. La cumbia mestiza del conurbano bonaerense, preferentemente, aunque algún solitario rolinga se haya atrevido a manifestar su descontento. Pero incluso esas pequeñas diferencias resultan insignificantes si todos los que son subidos al micro, a esas horas tempranas de la mañana, se saben llamados a una causa mayor, que los trasciende. Hay miradas cómplices en esos rostros morenos, todavía radiantes porque el sol recién se asoma, y porque todavía falta para que esos cuerpos sean arrojados al lugar previsto para el roce, para el sudor, para celebración de un ritual pagano que puntualmente se renueva, cada vez que su presencia es reclamada por intereses superiores, por estructuras de poder disfrazadas de la voluntad, de la pasión de un pueblo.
Detrás de esos ojos, oscuros como los tatuajes que acentúan los rasgos tribales de los congregados, se agolpan los recuerdos de infancias difíciles, los hermanos todavía con un futuro incierto, a la espera de ser ellos, alguna vez, llamados para subir a un micro como ese, para recibir, después de la tarea cumplida, la recompensa por el acto de presencia, por el sudor y, sí, los huevos. Por resistir con la violencia necesaria el ataque de algún otro grupo de hombres recios, que no escatiman golpes, que gritan consignas con acentos extraños.
El micro escupe su presencia intimidante en el lugar indicado. Los reciben gritos, gestos ambiguos que esconden un dejo de desprecio. Otros rostros, desconocidos, las máscaras de los espíritus y las almas elevadas que, como las de Aristóteles, son, ellas sí, responsables de su propio movimiento.
Esos nuevos rostros los provocan, les hacen saber que ese suelo que pisan no les pertenece. Que son ellos, los autoconvocados, los verdaderos dueños de ese terreno casi mágico, sagrado, que fue repartido en un tiempo lejano, y que ahora poseen por el derecho que les concede su fortuna sin memoria.
Así dicen que pasa cada domingo, pero yo nunca fui a la Bombonera.
viernes, 8 de mayo de 2009
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