sábado, 20 de junio de 2009

L'occasione fa il ladro


Mientras escribía, en la entrada anterior, que el periodismo cultural era un trabajo de detectives, sentí unos pasos acercándose por el pasillo de mi departamento, seguidos por el sonido característico del papel deslizándose por debajo de la puerta. Supuse que era una más de las tantas facturas a pagar, entregadas furtivamente por el portero en su recorrida diaria. No suelo apresurarme mucho en recoger ese tipo de correspondencia, de modo que recién reparé en el sobre unas horas más tarde, mientras me disponía a preparar una tercera taza de café, cerca del mediodía. Lo primero que noté es que no se trataba de una factura. Lo segundo que percibí, o intuí –aunque la palabra “intuición” esté cada vez más desprestigiada– es que dentro de ese sobre había algo más urgente que una fecha de vencimiento. Algo más amenazador y, por lo tanto, fascinante. Lo que sigue es una transcripción del contenido de ese sobre, cuya lectura interrumpí únicamente cuando el café hirviendo se volcó sobre la hornalla con un ruido que parecía reforzar la sensación de que las palabras, más que escritas, habían sido susurradas sobre la hoja que tenía entre mis manos. La letra era manuscrita y muy pequeña, lo cual, intuyo, me sugirió esa idea de susurro o confidencia. De alguien que se acerca para decir algo mientras los ojos se retuercen como los de un camaleón al acecho, incapaz de distinguir si él es la amenaza o el amenazado.

Leí:

“No me interesa que alguien crea esta historia. Me basta con saber que es cierta, con haberla vivido. Si decidí contarla es porque creo que, en tiempos como hoy, una historia como esta puede encontrar, tal vez, un oído dispuesto a escucharla. No pretendo ser un santo ni un ejemplo. No espero que el relato de los crímenes que otros cometieron me absuelva de mis propios pecados. Mi nombre es Mario Pazza. Soy músico. No me arrepiento de nada.

El día de mi casamiento, hace apenas un par de años, noté entre los invitados una presencia extraña, un hombre de unos cuarenta años, con un traje elegante, como los de todos los asistentes a la ceremonia. En rigor, no era en nada distinto a cualquier otro invitado, a excepción del hecho de que, en su caso, esa aparente indiferencia parecía algo forzada. Como si estuviera haciendo un esfuerzo por pasar desapercibido. La verdad es que en ese momento pasaban cosas mucho más importantes por mi cabeza, y no volví a reparar en ese hombre, hasta que, una vez finalizada la ceremonia, se acercó para saludarnos a mi esposa y a mí. Noté que le susurraba a ella unas palabras al oído y después se dirigió hacia donde yo estaba. No me dijo nada. Apenas me guiñó un ojo y estrechó mi mano. En ese momento estábamos rodeados de familiares y amigos que se amontonaban para saludarnos y no pude ver en qué dirección se escapaba. Lo perdí muy rápidamente de vista y mientras saludaba distraídamente a varios primos y parientes virtualmente desconocidos, advertí que aquel hombre había dejado en mi mano una tarjeta. La guardé en el bolsillo sin mirarla y no le volví a prestar atención hasta el día siguiente. Al fin de cuentas, era mi noche de bodas, y lo que menos me interesaba en ese momento era malgastar en energías un misterio a todas luces inocente.
.
Como dije, recién a la mañana siguiente volví a reparar en la tarjeta, hurgando en los bolsillos del saco en busca de unos cigarrillos. La miré, ahora sí, con cierto detenimiento, intrigado por lo que, a primera vista, parecía un pentagrama y una clave de Fa. Al mirar con mayor cuidado advertí que no se trataba de una clave de Fa, sino de un signo de interrogación. Abajo sólo había una dirección, una fecha y una hora. Le pregunté a mi mujer si conocía a esa persona que se había acercado a ella y le había susurrado algo al oído el día anterior. Me dijo que había creído que era un amigo mío por las palabras que le había dicho, y sobre todo por el guiño y el apretón de manos que había reservado para mí. Le dije que jamás había visto a esa persona en mi vida y le mostré la tarjeta. Le pregunté qué era lo que había susurrado en su oído. “Sos muy afortunada”, me dijo. Después, miró la tarjeta. “Esto es mañana”.
Era una cita, en efecto, para el día siguiente. O al menos supuse –intuí, otra vez– que se trataba de una cita. El lugar indicado en la tarjeta no estaba muy lejos de mi departamento, a pocas cuadras del Teatro Cabeza de Vaca. Miré a mi esposa, pero no dije nada. Apenas un beso, una caricia que intentaba transmitirle una sensación de seguridad, de que todo estaría bien, un movimiento que ocultara que mis manos estaban temblando. Ese día pasó demasiado rápido, o demasiado lento. En cualquier caso, pasó a otra velocidad, o simplemente pasó como si la velocidad fuera apenas un espejismo, como si por ese día me hubiera sido revelado el secreto mecanismo que genera la ilusión de la velocidad. Al día siguiente, a la hora que marcaba la tarjeta, me presenté en la dirección.

No tuve que anunciarme. Un par de matones abrieron la puerta apenas me vieron. No dijeron nada y me escoltaron, a través de una serie de escaleras imposibles, a un subsuelo húmedo y ligeramente hediondo. No sé si algo puede ser ligeramente hediondo, pero en todo caso era como si flotara en el ambiente la promesa de un hedor que inundaría todo ni bien cayera la pared o la membrana que lo mantenía por el momento como solamente eso: una promesa. En una habitación oscura me aguardaba un hombre. Sentado, fumando, iluminado por una triste lámpara de escritorio a la que los agujeros de la tela le conferían una actitud siniestra. Sobre una de las paredes, la sombra de una telaraña completaba una imagen de sordidez extrema. El hombre habló:

-Siéntese, signore Pazza. Bienvenido.

No supe qué decir. Me senté. Oí que la puerta se cerraba detrás de mi. Los matones se fueron, aunque yo sentía todavía su presencia, como si detrás de ellos hubiesen dejado un fantasma, o dos.

-Me han hablado muy bien de usted… Escuche con atención: necesitamos sus servicios.

No entendía nada de lo que me estaba pasando. Ni siquiera sabía quién era esa persona que me hablaba, ni a qué tipo de servicios hacía referencia. Algo relacionado con la música, tal vez, pero… ¿por qué el secreto? ¿Quién era esa persona? Como si hubiera escuchado esos pensamientos, continuó:

-Mi nombre es Carlo Palazzi. Soy el responsable de la Piccola Opera del Teatro Cabeza de Vaca. Probablemente no haya escuchado mi nombre. Mejor así. Mi trabajo exige una cierta discreción… Perfil bajo, ¿sabe?

Se rió. Yo no. Me quedé callado, pensando en el Teatro Cabeza de Vaca. No dije ni mu.

-Estamos en plena producción de una nueva ópera. Una ópera pequeña, modesta en sus medios, pero ambiciosa en sus fines. Le voy a ser sincero: no tenemos la partitura y, usted sabe cómo funcionan estas cosas… Los músicos de hoy en día no pueden tocar sin partitura. Con los cantantes es más fácil. La mayoría apenas puede distinguir una clave de Fa de un signo de interrogación.

Me guiñó el ojo. No pude reprimir una mueca de asco, que él percibió de inmediato.

-Está bien, piense lo que quiera. Pero si estima en algo a su esposa, o a su carrera, me va a escuchar, y va a hacer lo que le digo. Ya lo conoció a mi socio Condottieri. La próxima vez que lo visite no va a ser tan amable… Le decía que no tenemos partitura: esos burócratas del Directorio no dejan ingresar la mercadería. Nos quieren asfixiar, no les gusta cómo conducimos nuestro pequeño, ejem, negocio…

Bajó la mirada y siguió hablando mientras encendía un cigarrillo.

-Lo necesitamos a usted para falsificar esa partitura.

Y entonces hablé:

-No soy un falsificador, soy un compositor.

-No se ofenda, que no quise acusarlo de plagiario. Lo que digo es que, si sabe componer, puede reproducir los pasos que fueron necesarios en su momento para la composición de una partitura X. ¿O no? Mire, yo puedo facilitarle una copia pirata de una grabación de esta ópera. Unos conocidos nuestros, en Italia, arriesgaron el pellejo para tomarla. Se la dejo. Usted la escucha y reproduce. Imagine que es un dictado, como esos que les hacen hacer en el Conservatorio.

-¿Por qué a mí?

-A riesgo de que su ego se resienta una vez más, le confieso: usted no fue nuestra primera opción… No me mire así. Usted mismo preguntó por qué. Se imagina que su nombre no es uno que circule de boca en boca en los ámbitos en los que nos movemos... Recurrimos primero a Candini.

Carmelo Candini. A él sí que lo conocía. Había sido mi profesor, y era uno de los mejores compositores del país. ¿Cómo se habían atrevido estos rufianes a hacerle una propuesta así a una persona como Candini? Otra vez, habló como si respondiera a las preguntas que me estaba haciendo en ese momento, como si la luz que filtraban las telarañas le permitiera acceder a mis pensamientos.

-Supusimos que, así como alguna vez había escrito una obra usando la música de otro compositor, un tal Schumacher, ahora podría hacer lo mismo. Pero nos equivocamos. Él insistía en no reproducir la obra tal como nosotros la queríamos, sino que pretendía agregarle algo propio, una marca personal. Nosotros no podíamos tomar un riesgo así. Candini piensa sólo en él. Cree que todo esto es un juego. Pero nosotros pensamos en toda la familia, ¿entiende? La familia es lo más importante.

No entendía de qué familia estaba hablando. Pensé que todo era una especie de broma macabra, algún eco trasnochado de mi despedida de soltero. Miré hacia todos lados, buscando en la habitación alguna señal que indicara la presencia de una cámara o algo por el estilo. Vi que Palazzo apoyaba una nueva tarjeta sobre la mesa. La miré. Había garabateado unos números. Muchos.

-¿Y? ¿Lo va a hacer?

Lo miré a los ojos. Sentí una especie de lástima por él. Al fin de cuentas, era apenas otro hombre desesperado que no podía asustar a nadie. Sentí que yo era su última oportunidad, y que para mí esta era apenas la primera. Pensé en el Teatro Cabeza de Vaca, en el hedor que acumulaban estos pasillos subterráneos, habitados demasiados años por cazadores de un botín imaginario, la pálida tripulación de un buque fantasma que encalló en un mal sueño. Pensé en mi esposa. Me levanté sin decir una palabra.

Esa noche empecé a escribir.”

1 comentario:

diego fischerman dijo...

Excelente relato. Es una suerte que esas cosas no sucedan en nuestra tierra. Tan sólo en el mundo de la luna.