En su estudio Loveable Freaks. An Anatomic Approach for the Appraisal of the Performing Arts, el célebre neurólogo croata Ivu Pirač le dedica unas pocas líneas a la figura del contratenor Anthony Bates. La historia que en el libro de Pirač ocupa apenas una escueta referencia en una nota a pie de página fue recientemente reconstruida casi en su totalidad por el musicólogo indio Poop Cornh, quien la reprodujo in extenso en el suplemento semanal que un pequeño periódico de Mumbay les dedica a las minorías sexuales. Navegando por diversas páginas de musicología, me encontré de casualidad con la increíble historia de Anthony Bates, lo suficientemente interesante como para que intente una traducción directa del marathi, que reproduzco a continuación.
“Esta es la historia de Anthony Bates, y es una historia triste. Fue uno de esos contratenores capaces de conmover hasta a los melómanos más escépticos, esos que todavía se resisten a la idea de que un tipo cante así de agudo, gritando como una loca [brahma puthra en el original, N. T.]. Inútil explicarles que no es que esos hombres canten como mujeres, sino que ellos son, paradójicamente, los responsables de manifestar del modo más acabado el artificio mismo que gobierna todo ese lenguaje todavía misterioso al que llamamos música. Que los tipos son unos fenómenos, qué duda cabe, en el sentido de bicho raro, de freak, de atracción de feria. Que hay, en la música escrita para esas voces casi sobrenaturales, algo que las demás voces no pueden capturar del todo. Y así como los adictos a ciertos tipos de prácticas sexuales perversas saben bien que es precisamente en esas perversiones en donde es posible descubrir el auténtico placer que se les escapa a los espíritus templados en los tímidos hábitos naturales, así también las voces delicadamente monstruosas de contratenores como Anthony Bates son las que esconden el verdadero secreto de la música, el misterio en su forma más pura.
Claro que, como también saben los adictos, no basta con la perversión; también es necesario el virtuosismo. Y Anthony Bates era un virtuoso. Podía cantar como ninguno, desde las arias más dramáticas de Handel hasta los pasajes de bravura vivaldianos. De los palacios neoclásicos de Gluck a los jardines mágicos de Britten, Bates demostraba que podía ser uno de los principales cantantes de su tiempo. Pero, claro, para llegar a la cima hay que tener ganas de iniciar el ascenso, y Anthony Bates no tuvo ganas. O, si las tuvo, las sacrificó en aras de otros valores que él consideraba más importantes que la fama, que el prestigio, el dinero o la inmortalidad del Parnaso. Anthony Bates descuidó su carrera musical, rechazó invitaciones y contratos suculentos para cantar en los principales teatros del mundo, y decidió quedarse en su Vindobona natal para cuidar a su madre.
Algún despistado todavía se pregunta si los contratenores son aquellos famosos castrati que tuvieron su apogeo en el siglo XVIII. Una y otra vez, es necesario explicarles que no, que la práctica de intervenir quirúrgicamente las gónadas de los jóvenes para interrumpir el proceso de maduración de la voz se dejó de usar hace mucho tiempo y que ya no existen más castrados. Claro que el caso de Anthony Bates les ofrecía a ciertos críticos la posibilidad de descargar sus ironías sobre su figura andrógina, debido al férreo control que su madre ejercía ya no sobre su carrera, sino sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. De allí que esos críticos se refirieran a Anthony Bates como il castrato, y que sugirieran, no sin malicia, que acaso por algún extraño mecanismo psicológico-musical, extraía de la enfermiza relación con su madre la fuerza para identificarse con esos papeles imposibles de las óperas barrocas que podía cantar como nadie.
El caso es que la sombra de su madre realmente interfería con la carrera musical del joven Anthony Bates. Rechazó tantas invitaciones para actuar en el extranjero que eventualmente dejaron de llamarlo, y debió limitarse a cantar alguna que otra cosita en un pequeño teatro de pueblo, cerca de su casa, no muy lejos de su madre, a la que podía cuidar todos los días y todas las noches, incluso esas noches en las que había función y Anthony Bates salía a cantar con una musicalidad conmovedora, algo que, de todos modos, muy pocas personas pudieron apreciar: el público que asistía a esas salas de mala muerte era escaso y no necesariamente educado en los secretos del Barroco y el Clasicismo de las cortes del siglo XVIII.
Por una circunstancia fortuita, pude conocer a un testigo directo de las actuaciones de Anthony Bates. No fue fácil lograr que accediera a contar la historia tal como él la recordaba, pero una dosis adecuada de tequila finalmente me permitió conocer un poco más de este personaje elusivo y ciertamente trágico. ‘Yo tuve la suerte de escucharlo’, recordó el testigo, cuya identidad pidió mantener en secreto, ‘una noche en que un error de alguna secretaria distraída me obligó a pasar más tiempo del estrictamente necesario en las olvidadas calles de Vindobona. Entré en lo que pensé sería una especie de mesón en el que tomar algo que le devolviera algo de vida a mi espíritu, que venía volando más bien bajito. El vaso de ginebra fue reconfortante, pero lo que verdaderamente me transformó fue escuchar la voz de ese pibe flacucho, pálido y ojeroso, cubierto de lentejuelas y cantando un aria de Il Giustino de Vivaldi, acompañado al piano por alguien o por algo, no se podía determinar qué era exactamente lo que se escondía debajo de esa maraña mugrienta de rulos azabache que se desplegaba sobre un teclado incompleto, como la dentadura de unos cuantos parroquianos. La escena era propia de Buñuel, porque a ese piano sólo le faltaban unos caballos muertos para completar la imagen, y porque la decoración del lugar me inspiraban ganas de cortarme los ojos con una gilette.’ [Aquí sigue un pasaje incomprensible, en el que posible identificar algunas palabras sueltas, pero cuyo sentido no queda del todo claro. Parece que en un momento se hace referencia a los mosquitos. N. T.]
Cuando recuperó el conocimiento, continuó el relato donde lo había dejado, todavía ebrio. ‘Pero, ¡cómo cantaba ese pibe!’, gritó. Luego, bajó la voz y se acercó, como confiando un secreto: ‘Cuando terminó el espectáculo me acerqué al escenario. Quería saber más de él, de su vida, de su formación musical, de sus proyectos. Entendí muy rápido que nada de lo que le decía le importaba en lo más mínimo, porque lo único que le preocupaba era volver a su casa para cuidar a su madre. Esa noche lo seguí, sin que me viera. Cancelé mi pasaje de regreso para el día siguiente y me quedé un mes entero en Vindobona, siguiendo subrepticiamente los pasos de Anthony Bates. De a poco me fui ganando su confianza, le hice saber que compartía su idea acerca de la importancia de la familia en la vida de una persona, pero que uno también tenía la necesidad, si no la obligación, de forjarse un camino propio, de independizarse de la voluntad de los padres, no importa cuánto uno los quisiera. A mí me parecía claro que Anthony Bates disfrutaba de un modo extraordinario al cantar, que en esa actividad radicaba la verdadera fuente de su felicidad. Al cabo de unos meses, logré convencerlo para que iniciara terapia, con el objetivo de analizar la relación con su madre, superar ese sentimiento de castración que lo ataba a Vindobona y que le impedía desarrollar todo su potencial en el mundo. Hasta le propuse hacerme cargo yo mismo de los honorarios de los mejores psicólogos, sólo por el placer de que su voz pudiera ser disfrutada por más, por muchos hombres más que los tristes parroquianos de aquel mugriento mesón de Vindobona.’ Hizo una pausa dramática, y se cubrió el rostro con las manos. ‘Nunca me lo voy a perdonar.’
Aquí el relato se volvió más entrecortado y un tanto incongruente, salpicado por sollozos y por el tequila que se escapaba del vaso cada vez que mi testigo gesticulaba con una mezcla de desesperación y remordimiento. Lo que alcancé a entender es que Anthony Bates aceptó la propuesta, y comenzó terapia. Y, al parecer, fue un éxito: cuando los psicólogos le dieron el alta, Anthony Bates había dejado atrás su complejo de castración, pero en el proceso su prodigiosa voz de contratenor se había convertido en la de un mediocre barítono. Quiso iniciar una nueva carrera, pero sólo acumuló fracasos. No más Handel o Vivaldi. Britten estaba decididamente fuera de sus posibilidades. ‘La última vez que lo vi’, me explicó el testigo a cambio de un último tequila, ‘cantaba tangos en el mugriento mesón de Vindobona, cada vez con menos parroquianos y con un piano al que le faltaban tantas teclas que apenas si podía acompañarlo con una línea de bajo desnuda y fría. La madre de Bates murió al poco tiempo, y su hijo la enterró con el vestido de lentejuelas que usaba para cantar el aria de Vivaldi con la que alguna vez me había hipnotizado.’”
“Esta es la historia de Anthony Bates, y es una historia triste. Fue uno de esos contratenores capaces de conmover hasta a los melómanos más escépticos, esos que todavía se resisten a la idea de que un tipo cante así de agudo, gritando como una loca [brahma puthra en el original, N. T.]. Inútil explicarles que no es que esos hombres canten como mujeres, sino que ellos son, paradójicamente, los responsables de manifestar del modo más acabado el artificio mismo que gobierna todo ese lenguaje todavía misterioso al que llamamos música. Que los tipos son unos fenómenos, qué duda cabe, en el sentido de bicho raro, de freak, de atracción de feria. Que hay, en la música escrita para esas voces casi sobrenaturales, algo que las demás voces no pueden capturar del todo. Y así como los adictos a ciertos tipos de prácticas sexuales perversas saben bien que es precisamente en esas perversiones en donde es posible descubrir el auténtico placer que se les escapa a los espíritus templados en los tímidos hábitos naturales, así también las voces delicadamente monstruosas de contratenores como Anthony Bates son las que esconden el verdadero secreto de la música, el misterio en su forma más pura.
Claro que, como también saben los adictos, no basta con la perversión; también es necesario el virtuosismo. Y Anthony Bates era un virtuoso. Podía cantar como ninguno, desde las arias más dramáticas de Handel hasta los pasajes de bravura vivaldianos. De los palacios neoclásicos de Gluck a los jardines mágicos de Britten, Bates demostraba que podía ser uno de los principales cantantes de su tiempo. Pero, claro, para llegar a la cima hay que tener ganas de iniciar el ascenso, y Anthony Bates no tuvo ganas. O, si las tuvo, las sacrificó en aras de otros valores que él consideraba más importantes que la fama, que el prestigio, el dinero o la inmortalidad del Parnaso. Anthony Bates descuidó su carrera musical, rechazó invitaciones y contratos suculentos para cantar en los principales teatros del mundo, y decidió quedarse en su Vindobona natal para cuidar a su madre.
Algún despistado todavía se pregunta si los contratenores son aquellos famosos castrati que tuvieron su apogeo en el siglo XVIII. Una y otra vez, es necesario explicarles que no, que la práctica de intervenir quirúrgicamente las gónadas de los jóvenes para interrumpir el proceso de maduración de la voz se dejó de usar hace mucho tiempo y que ya no existen más castrados. Claro que el caso de Anthony Bates les ofrecía a ciertos críticos la posibilidad de descargar sus ironías sobre su figura andrógina, debido al férreo control que su madre ejercía ya no sobre su carrera, sino sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. De allí que esos críticos se refirieran a Anthony Bates como il castrato, y que sugirieran, no sin malicia, que acaso por algún extraño mecanismo psicológico-musical, extraía de la enfermiza relación con su madre la fuerza para identificarse con esos papeles imposibles de las óperas barrocas que podía cantar como nadie.
El caso es que la sombra de su madre realmente interfería con la carrera musical del joven Anthony Bates. Rechazó tantas invitaciones para actuar en el extranjero que eventualmente dejaron de llamarlo, y debió limitarse a cantar alguna que otra cosita en un pequeño teatro de pueblo, cerca de su casa, no muy lejos de su madre, a la que podía cuidar todos los días y todas las noches, incluso esas noches en las que había función y Anthony Bates salía a cantar con una musicalidad conmovedora, algo que, de todos modos, muy pocas personas pudieron apreciar: el público que asistía a esas salas de mala muerte era escaso y no necesariamente educado en los secretos del Barroco y el Clasicismo de las cortes del siglo XVIII.
Por una circunstancia fortuita, pude conocer a un testigo directo de las actuaciones de Anthony Bates. No fue fácil lograr que accediera a contar la historia tal como él la recordaba, pero una dosis adecuada de tequila finalmente me permitió conocer un poco más de este personaje elusivo y ciertamente trágico. ‘Yo tuve la suerte de escucharlo’, recordó el testigo, cuya identidad pidió mantener en secreto, ‘una noche en que un error de alguna secretaria distraída me obligó a pasar más tiempo del estrictamente necesario en las olvidadas calles de Vindobona. Entré en lo que pensé sería una especie de mesón en el que tomar algo que le devolviera algo de vida a mi espíritu, que venía volando más bien bajito. El vaso de ginebra fue reconfortante, pero lo que verdaderamente me transformó fue escuchar la voz de ese pibe flacucho, pálido y ojeroso, cubierto de lentejuelas y cantando un aria de Il Giustino de Vivaldi, acompañado al piano por alguien o por algo, no se podía determinar qué era exactamente lo que se escondía debajo de esa maraña mugrienta de rulos azabache que se desplegaba sobre un teclado incompleto, como la dentadura de unos cuantos parroquianos. La escena era propia de Buñuel, porque a ese piano sólo le faltaban unos caballos muertos para completar la imagen, y porque la decoración del lugar me inspiraban ganas de cortarme los ojos con una gilette.’ [Aquí sigue un pasaje incomprensible, en el que posible identificar algunas palabras sueltas, pero cuyo sentido no queda del todo claro. Parece que en un momento se hace referencia a los mosquitos. N. T.]
Cuando recuperó el conocimiento, continuó el relato donde lo había dejado, todavía ebrio. ‘Pero, ¡cómo cantaba ese pibe!’, gritó. Luego, bajó la voz y se acercó, como confiando un secreto: ‘Cuando terminó el espectáculo me acerqué al escenario. Quería saber más de él, de su vida, de su formación musical, de sus proyectos. Entendí muy rápido que nada de lo que le decía le importaba en lo más mínimo, porque lo único que le preocupaba era volver a su casa para cuidar a su madre. Esa noche lo seguí, sin que me viera. Cancelé mi pasaje de regreso para el día siguiente y me quedé un mes entero en Vindobona, siguiendo subrepticiamente los pasos de Anthony Bates. De a poco me fui ganando su confianza, le hice saber que compartía su idea acerca de la importancia de la familia en la vida de una persona, pero que uno también tenía la necesidad, si no la obligación, de forjarse un camino propio, de independizarse de la voluntad de los padres, no importa cuánto uno los quisiera. A mí me parecía claro que Anthony Bates disfrutaba de un modo extraordinario al cantar, que en esa actividad radicaba la verdadera fuente de su felicidad. Al cabo de unos meses, logré convencerlo para que iniciara terapia, con el objetivo de analizar la relación con su madre, superar ese sentimiento de castración que lo ataba a Vindobona y que le impedía desarrollar todo su potencial en el mundo. Hasta le propuse hacerme cargo yo mismo de los honorarios de los mejores psicólogos, sólo por el placer de que su voz pudiera ser disfrutada por más, por muchos hombres más que los tristes parroquianos de aquel mugriento mesón de Vindobona.’ Hizo una pausa dramática, y se cubrió el rostro con las manos. ‘Nunca me lo voy a perdonar.’
Aquí el relato se volvió más entrecortado y un tanto incongruente, salpicado por sollozos y por el tequila que se escapaba del vaso cada vez que mi testigo gesticulaba con una mezcla de desesperación y remordimiento. Lo que alcancé a entender es que Anthony Bates aceptó la propuesta, y comenzó terapia. Y, al parecer, fue un éxito: cuando los psicólogos le dieron el alta, Anthony Bates había dejado atrás su complejo de castración, pero en el proceso su prodigiosa voz de contratenor se había convertido en la de un mediocre barítono. Quiso iniciar una nueva carrera, pero sólo acumuló fracasos. No más Handel o Vivaldi. Britten estaba decididamente fuera de sus posibilidades. ‘La última vez que lo vi’, me explicó el testigo a cambio de un último tequila, ‘cantaba tangos en el mugriento mesón de Vindobona, cada vez con menos parroquianos y con un piano al que le faltaban tantas teclas que apenas si podía acompañarlo con una línea de bajo desnuda y fría. La madre de Bates murió al poco tiempo, y su hijo la enterró con el vestido de lentejuelas que usaba para cantar el aria de Vivaldi con la que alguna vez me había hipnotizado.’”
2 comentarios:
Qué historia bellísima...
El caso de Bates se menciona lateralmente en "Los géneros vocales –y las voces de género y degeneradas– en contraposición con el machismo dominante de la sinfonía", de la musicóloga Eva Nohl. Más allá de su empeño en hablar de El sinfonío, para marcar su identidad de género, sus consideraciones acerca del registro de contratenor como manera legítima en que un hombre puede abandonar su lugar de poder y explotación, pueden ser muy útiles.
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